viernes, 16 de junio de 2023

Barakaldo y el Alzamiento Carlista de 1860

He obtenido el permiso de la coordinadora de la revista K-Barakaldo para publicitar en el blog el artículo "Barakaldo y el Alzamiento Carlista de 1860". Está incluido en el número 6 de esta publicación, cuyo objetivos pasan por la investigación, conocimiento y difusión de la historia del municipio de Barakaldo en Bizkaia. 

La revista se puede descargar digitalmente pinchando en los enlaces antes indicados, por lo que el lector interesado en la misma podrá disponer del todos los números de la revista al completo y, por supuesto, de este artículo en una trabajada maquetación que incluye citas y bibliografía utilizada en su confección y que se omiten en el ámbito del blog.

“Los Tercios Vascongados en la jornada de Wad-Ras”.
 Modificado de la revista Nuevo Mundo.
Como podéis imaginar, se trata de un estudio muy focalizado y específico, pero que hace referencia a una hecho fundamental para la comprensión del siglo XIX en las provincias forales: la existencia de lo que se denominó "el oasis foral".

Por otro lado, con esta publicación pongo fin a una notable seguía de material de la que adolece el blog; sequía sobrevenida, que no deseada, pero que espero paliar con la pronta publicación de la segunda parte del monográfico de la artillería carlista.

Y sin más preámbulos.....

Introducción

La trayectoria del carlismo, especialmente en el siglo XIX, estuvo marcada por una clara tendencia insurreccional, siendo los levantamientos una constante desde que finalizara la I Guerra Carlista. Esta inclinación por el conflicto armado fomentado por los propios pretendientes al trono, no fue más que un reflejo de la especial situación histórica de Las Españas decimonónicas; allí donde el “pronunciamiento militar” se había convertido en un recurso comúnmente utilizado para dar soporte a los cambios de gobierno.

A pesar de las múltiples intentonas, su éxito fue muy limitado. Ni tan siquiera en aquellos ámbitos geográficos donde “Dios, Patria, Rey (y Fueros)” se habían convertido en herencia familiar, el apego a las vías violentas fue proporcional a la situación socio-económica del momento. De hecho, no todos los pretendientes despertaron el mismo entusiasmo, no siempre el carlismo capitalizó correctamente el descontento social y, en no pocas ocasiones, el momento elegido distó de ser el adecuado para que una insurrección armada pudiera calar y propagarse.

Enmarcado en uno de los episodios de sedición tradicionalista, en abril de 1860, el topónimo “Baracaldo” irrumpirá en los diarios provinciales y nacionales relacionado con unos luctuosos sucesos, que habían dado comienzo en una noche de Jueves Santo. Aquella madrugada, una partida carlista que había secundado la llamada a las armas de su rey, por aquel entonces Carlos VI, quedará bautizada con el nombre de la localidad donde, aparentemente, comenzaron sus desmanes.

A lo largo de varios meses, "Baracaldo" acaparará sin proponérselo y posiblemente, sin merecérselo, la atención política y periodística del país, en un momento donde las pretensiones dinásticas del tradicionalismo se enfrentaron, no solo a un estado liberal, sino a la propia existencia de un “oasis foral” en el que se encontraban cómodamente asentados los territorios vasco-navarros.

El “oasis foral”

Tras la finalización de la I Guerra Carlista en el Norte con la firma del Convenio de Vergara en 1839, las provincias forales habían alcanzado una ansiada paz sustentada bajo los términos de “paz y fueros”.

Unos pocos años después, y con la real sanción del Decreto del 4 de julio de 1844, se consiguió un complicado encaje constitucional de “las Viejas Leyes” dentro del moderantismo liberal monárquico. La reina Isabel II se convirtió en garante de las mismas y Madrid acabó considerando el “problema foral” como una enfermedad de asumible cronificación. Gracias a ello, la sociedad de los territorios vasco-navarros pudo vertebrarse en torno a dos pilares: los Fueros y la Religión, en un ambiente de estabilidad social y política que contrastaba con el estado de perpetua zozobra del resto de la nación, donde el liberalismo imperante se ahogaba en sus propias miserias.

Retrato del Conde de Montemolín.
Modificada de Euskariana
De fracaso en fracaso

Mientras, el derrotado carlismo trataba de retornar a la liza contando con la presencia de Carlos Luis María Fernando de Borbón y Braganza, Conde de Montemolín, que desde 1845 optaba al trono de Las Españas bajo el título de Carlos VI.

Sin embargo, la anodina figura del nuevo pretendiente y el propio devenir histórico de acontecimientos parecía dar una y otra vez la espalda a las pretensiones carlistas. Así, el “alzamiento Montemolinista” o “Guerra de los Matiners” (Madrugadores) de 1846, o el levantamiento de 1855 se tornarán en fiascos que dejarán en nuestra geografía pequeños grupúsculos de hombres que lanzan arengas que nadie secunda, mientras son perseguidos por unas fuerzas del orden forales empeñadas en hacer prevalecer el espíritu de “paz y fueros”.

En 1858, mientras comenzaba en Madrid el que iba a ser conocido como “gobierno largo” de Leopoldo O’Donnell, el carlismo inició un arduo proceso de reorganización. Así se fue entretejiendo una intrincada red de simpatizantes a lo largo y ancho del sistema político y militar de Las Españas. Todo parecía presagiar un inminente regreso de Carlos VI a la península para reclamar su trono. Sin embargo, los desvelos de la Junta iban a ser condenados al fracaso ante la imposición de un plan excesivamente azaroso, gestado en un mal momento y sumado a una inconmensurable precipitación.

La Guerra de Marruecos

Los continuos problemas que tenía España con Marruecos habían sido inteligentemente magnificados y, el 22 de octubre de 1859, O’Donnell propuso en el Congreso la Declaración de Guerra. Esta “guerra de prestigio” iba a asumir al país en un estado de frenética actividad y ardor patriótico, donde la posibilidad de volver a tener en frente al enemigo secular por antonomasia, permitirá aparcar durante un tiempo las desavenencias de las dispares corrientes ideológicas de Las Españas.

Las provincias forales no permanecieron ajenas a este conflicto, pactando una contribución a la guerra con un donativo de 4 millones de reales y una tropa de 3.000 hombres equipadas por ellas mismas. Con no pocas dificultades, el 27 de febrero los Tercios Vascongados llegarán a África.

Mientras la atención pública mantenía sus ojos en los hijos y esposos destinados a la guerra de Marruecos, Carlos VI regresaba a la Península para ponerse al frente de sus seguidores.

El desembarco de San Carlos de la Rápita

Muchas incógnitas rodean este fallido intento de levantamiento carlista, descrito por algún historiador como una “gran conjura envuelta en misterio”. El peso de la acción recaía sobre los hombros del general Jaime Ortega Olleta, Capitán General de Baleares, definido posteriormente como “aventurero de espíritu fogoso” y liberal moderado reconvertido en ferviente carlista. El proyecto de sublevación, excesivamente simple de concepción, consistía en tomar las fuerzas bajo su mando acantonadas en Mallorca, trasladarlas a la Península y, en un golpe de efecto, hacer aparecer a Carlos VI entre ellas. Este acto debería bastar para enardecer sus espíritus y hacerles avanzar triunfantes hacia un desprotegido Madrid.

Pero la intentona nacía viciada. Prominentes figuras del carlismo eran tremendamente críticas o, directamente, se negaban a formar parte de semejante dislate. Sin embargo, el proyecto siguió adelante con el único beneplácito de Carlos VI y algunos pocos de sus acólitos.

En Marsella, el 24 de marzo de 1860, embarcó de incógnito el pretendiente, arribando a Palma de Mallorca cinco días después. Recibidos por el general Ortega, transbordaron a los buques atestados con un pequeño ejército.

“¡Fuera de camino, todo se ha perdido!” 
(General Ortega a Carlos VI).
  Modificado de Asociación Cultural el Patiaz
Descartado el atraque en Valencia por el tiempo borrascoso, fue San Carlos de la Rápita en la costa de Tarragona el destino de los buques. Mientras desembarcaban las tropas, se remitieron órdenes para que todas las Juntas carlistas en las distintas provincias secundasen el alzamiento.

Sin embargo, los oficiales de Ortega comenzaron a recelar de la actitud de su general y el 3 de abril le interpelaron, mostrando éste sus verdaderas intenciones. La reacción de sus hombres fue inmediata con vivas a la Reina. Todo había fracasado. El carruaje que mantenía oculto en su interior al rey carlista fue advertido por el propio Ortega para que huyese, y la desbandada entre los conjurados se hizo tangible.

“Disturbios en Baracaldo”

Ajenos al brusco final de la aventura de su pretendiente, los rescoldos habían sido suficientemente avivados y, en distintas partes de la Península, impacientes carlistas habían recibido con entusiasmo la real orden de tomar las armas. Entre los contados lugares donde la llamada al alzamiento tuvo eco, se encontraba la vizcaína población de Barakaldo.

La anteiglesia de San Vicente de Baracaldo, que había salido notablemente maltrecha de la I Guerra Carlista, no respondía de forma estricta a la Bizkaia nuclear de carácter agropecuario. Al igual que otras poblaciones de la margen izquierda, Barakaldo había comenzado su trasformación de sociedad eminentemente rural a una típicamente industrial, con una población en crecimiento que superaba ya las 2.000 almas. La gran fábrica “Nuestra Señora del Carmen” a orillas de la ría, construida por ilustres de apellido Ybarra y preludio de los Altos Hornos de Bilbao, era el principal artífice del cambio socio-económico que se estaba produciendo.

En este ámbito poblacional, a medio camino entre pueblo y barrio obrero, pero donde la base ideológica seguía siendo mayoritariamente tradicionalista, fue donde los diarios registraron el comienzo de unos “disturbios” que derivarán en una espiral de violencia de importantes repercusiones políticas y mediáticas.

Habían transcurrido dos días del desembarco de Ortega y siguiendo las crónicas recogidas en los periódicos bilbaínos, en el atardecer del Jueves Santo fue el propio alcalde de Barakaldo quién comunicó a un cabo de carabineros del Desierto que, en una taberna de su municipio, “algunos mozos ebrios”, habían comenzado a pedir armas.

Lo cierto era que los estamentos políticos y militares del Señorío, tanto gubernamentales como forales ya se encontraban prevenidos. En el momento que se había difundido la noticia de lo ocurrido en San Carlos de la Rápita se procedió a proteger la capital, concentrando en Bilbao a “todos los destacamentos de carabineros y de guardia civil diseminados por el Señorío y cuya ocupación no era de imprescindible necesidad”. De igual forma, se dirigieron “las ordenes convenientes a las autoridades locales para que den parte de cualquier suceso que pudiera ocurrir”. Tampoco faltaron las vigilancias estrechas y visitas a conocidos carlistas, en la búsqueda de actividades ilícitas.

El carabinero trasladó a su vez los hechos a su superior en Portugalete, así como al comandante del cuerpo, “Sr. Acebedo”, que residía en Bilbao. Se formó seguidamente una fuerza compuesta por 20 carabineros a la que se unieron 15 guardias civiles que se “encaminaron al punto de reunión de los amotinados”. No se encontró rastro alguno de los revoltosos mozos en Barakaldo y, tras registrar algunas casas y la iglesia “sin ningún resultado, se dispuso la detención de algunas personas que parecían sospechosas”.

Partida carlista.
Modificado de Álbum Siglo XIX
Finalizadas las pesquisas y tomadas las declaraciones que se consideraron oportunas, se procedió a dejar el grueso de la fuerza en el lugar, mientras el comandante de carabineros, acompañado de 4 de sus hombres, regresaba a Bilbao conduciendo a los reos a la cárcel de la villa. Según relatan las crónicas, fue en este retorno a “altas horas de la noche”, cuando se toparon con “algunos hombres armados” que estaban apostados en Bidebitarte” (Anteiglesia de Abando).

Probablemente, este pequeño piquete, formado por unos cuatro o cinco hombres, trataba de evitar que los tomados presos llegasen a Bilbao. Tras “una ligera lucha”, donde los carabineros salieron mejor parados, “consiguieron dispersar a los agresores y traerse a Bilbao tres de estos, uno de ellos herido”, huyendo el quinto “merced a la oscuridad de la noche y a su ligereza”.

Los rumores de un cruce de fuego con una partida carlista tan cerca de la villa, generó una notable alarma en Bilbao y, ante el cariz que habían tomado los acontecimientos, se remitieron disposiciones para proceder a la inmediata detención de sospechosos colaboracionistas con el alzamiento. Paralelamente, el Gobernador Militar Interino, el castreño Ramon Salazar Mazarredo, se apresuró a ordenar que una patrulla de guardia civil de unos 30 hombres, auxiliados por otros tantos carabineros y una compañía de tropa del ejército, batiera la zona donde se había producido este nuevo altercado.

La fuerza se desplazó “tomando el camino viejo que va desde Basurto y al llegar al inmediato punto llamado Entrambasaguas”, en la “jurisdicción de Abando” los hombres de avanzada recibieron “una descarga a quemarropa”. Algunas crónicas describirán que las tropas habían sorprendido a la partida carlista en pleno proceso de organización y distribución de “armas, dinero y prendas de vestuario”, mientras que otras, hablarán de una emboscada planificada.

Allí quedo muerto, “atravesado por varios balazos” el guardia civil Juan Muguira de 29 años, un vizcaíno de Navarniz. Dejaba viuda a María Catalina Urgoitia y un huérfano de 3 años. Y prosiguiendo con el relato de los acontecimientos, tras verse superados, la partida carlista se dispersó “huyendo a lo más escabroso del terreno”, dejando atrás muchos de sus pertrechos que fueron recogidos y escrupulosamente catalogados: “31 fusiles, 9 pistolas, 2 pantalones encarnados, 2 zamarras nuevas, 2 boinas, 2 cinturones para oficiales, 1 pañuelo de seda usado, 1 casquete, 1 bolsa de vinagre, 1 saco de noche, 1 cajón de municiones, 1 saco de balas sueltas, 4 panes, ½ pellejo de vino, 1 botella de aguardiente”.

Al día siguiente, un 6 de abril de Viernes Santo, la noticia del pequeño combate comenzaba a propagarse en los diarios vizcaínos, indicando las editoriales que no tenían “palabras bastantes para reprobar tal atentado” y afirmando que “el país entero lo rechaza y no dudamos que, dispuesto a ayudar eficazmente a las dignas autoridades secundando sus acertadas disipaciones, muy pronto los traidores habrán sufrido el castigo que su crimen merece”. Por su parte, los despachos oficiales informaban que “una corta partida de tropas” de la guarnición de Bilbao había “salido y dispersado completamente en la noche última la gavilla de 18 a 20 latro-facciosos que, capitaneada por dos oficiales carlistas, se acababa de organizar a una legua de distancia de esta capital”.

Atendiendo a los telegramas que el Gobernador de Bizkaia remitió al Ministro de Gobernación en Madrid, no fueron éstos los únicos altercados en el Señorío. Otro guardia civil fue herido de gravedad en Güeñes en el momento de detener a un hombre que, según indicaba el gobernador, “debía ponerse por la noche al frente de la partida”. Posteriormente será identificado “como N. Gutiérrez, antiguo comandante carlista y hoy administrador de una mina de calamina que se explota cerca de Sodupe”.

Diputación Foral y Gobernación Civil se apresuraron a emitir una circular conjunta de repulsa: “Cuando tantos hijos de este ilustre Señorío están cumpliendo en África el generoso compromiso contraído en las últimas juntas generales extraordinarias, defendiendo con valor el buen nombre del país y sellando con su sangre el juramento de lealtad de esta tierra a S. M. la Reina Nuestra Señora, una veintena de hombres excitados por cuatro viciosos y mal avenidos con la paz y tranquilidad que disfruta este solar, ha cometido anoche al favor de la oscuridad en las inmediaciones de esta villa, un atentado criminal siempre, y vergonzoso en las actuales circunstancias, disparando las armas contra las tropas nacionales. […] han sido dispersados los criminales, huyendo a ocultarse en lo escabroso del terreno. Estos deben desaparecer completamente y la suscrita Diputación está resuelta a contribuir a ello por cuantos medios estén a su alcance […]. Así se conservará la paz pública tan necesaria para la felicidad de este ilustre solar”.

Tras su fuga, la partida parecía haberse fragmentado y las noticias de su localización se tornaron confusas, concediéndoles una notable ubicuidad. Algunos paisanos decían haberles visto en las cercanías de Bilbao “por los montes de Pagazarri y San Roque en Abando”. Otras noticas parecían dar fe de su presencia en el “valle del Cadagua”, donde un correo gubernamental había sido interceptado y conminado a pasarse a los sublevados.

Intercalados con las noticias que llegaban de la Guerra en África y las crónicas del desembarco de San Carlos de la Rápita, los diarios nacionales se fueron poblando de reseñas referidas al alzamiento en el Señorío. Trascurridos tres días del levantamiento, todavía se especulaba con el número real de efectivos de la partida de Barakaldo, que parecía no superar los 40 individuos, el nombre de sus mandos, si bien sonaba ya el de Aniceto Llaguno, o la procedencia de sus armas, afirmando que contaban con flamantes carabinas salidas de las fábricas en Eibar.

Paralelamente, Bilbao se blindaba con la llegada de nuevos efectivos militares procedentes de “Vitoria y algunos soldados más de Santoña”, además de levantar una propia leva de voluntarios: “En Bilbao gran entusiasmo en favor de S. M. y del gobierno. En dicha plaza se está armando 70 hombres de garantías para mantener el orden interior”.

Además de circulares, la Diputación Foral del Señorío se apresuró a trasmitir de forma directa al Gobierno en Madrid en boca de su diputado general en la capital del reino, D. Manuel de Gogeascochea, “la lealtad inquebrantable del señorío de Vizcaya, su constante adhesión al trono y al gobierno”. Todo ello “como prueba inequívoca de su nunca desmentida lealtad, adhesión y amor a su señora y reina (Q. D. G.), en quien y en su beneficio e ilustrado gobierno tienen depositada toda su confianza de que les serán garantizados los antiguos y venerados fueros que siempre han formado la proverbial felicidad de este ilustre solar”. Y para refrendar esta voluntad, se expidió una carta explicativa a la propia Isabel II, una prerrogativa exclusiva de las provincias forales: “[…] una veintena de hombres seducidos por cuatro díscolos son concepto no prestigio en el país ni fuera de él, dieron a las altas horas de la noche del 5 al 6 del corriente el grito de rebelión en las cercanías de esta villa de Bilbao, haciendo armas contra la fuerza que el momento fue destacada para sofocarla. No podía esta Diputación, Señora, permanecer pasiva al tener noticia de execrable hecho […]”.

Los “Infelices de Baracaldo”

Desde Vitoria, el general José María Marchessi y Oleaga, General en jefe del 5° Ejército y Distrito que comprendía las “provincias Vascongadas, Navarra y Burgos” ponía el acento en la pronta destrucción de la facción carlista: “Me sobran medios para exterminar la partida facciosa que ha dado el grito de rebelión carlista en la provincia de Vizcaya; muy pronto caerá la espada de la ley sobre los culpables […]”. Y la misma mañana del viernes 6, comunicaba con sucinta marcialidad al Ministro de la Guerra el breve futuro de alguno de los carlistas tomados presos: “Doy orden que los prisioneros sean fusilados”.

Y efectivamente, en un acto sumario, a las 9 y media de la mañana del día 10 de abril, dos prisioneros fueron fusilados en el paseo de Miraflores. De nada sirvieron las suplicas de estamentos oficiales de la Diputación o del ayuntamiento de Bilbao, “que solicitaron al general en jefe del distrito se suspendiera la ejecución”. Incluso se intentó hacer llegar el suplicatorio de clemencia a la propia Isabel II, “pero al recibirse en Madrid su exposición, los presos habían sido ya ejecutados”.

Acta de defunción de Jose María Mendizabal.
Archivo Histórico Eclesiástico de Bizkaia
Los “fusilados de Baracaldo”, los “facciosos de Baracaldo”, los “infelices de Baracaldo” o los “desgraciados de Baracaldo”, serán algunos de los apodos con los que pasarán a la historia. Curiosamente, ninguno de ellos era baracaldés: José María Mendizabal Esnaola que había nacido en algún caserío del barrio de Astigarreta en Beasain, no tenía cumplidos los 23 años de edad y acababa de casarse en Bilbao el 12 de febrero con Ana Bautista Arzallus Mugica. El otro joven, José Antonio Barrenechea Garmendia, tenía unos pocos años más, acabando de cumplir los 26 en febrero, siendo natural de Orendain. Mendizabal fue conducido a su patíbulo herido, habiendo permanecido en el hospital civil hasta que el día anterior se le dio traslado a la cárcel. Allí, junto a su compañero de infortunio, se les comunicó su sentencia, pasando sus últimas horas en “capilla”, “mostrándose ambos muy resignados con su desgracia”.

Poco más trascendió de la vida de estos jóvenes. Algunos recogerán que eran “infelices trabajadores de las minas de Baracaldo”; otros les señalarán como contrabandistas que “trabajaban en una fábrica de algodón de Guipúzcoa, y a veces se dedicaban a lo que en aquel país llaman paqueteros, conductores de contrabando”.

En un nuevo y frio telegrama, Marchesi comunicó a Madrid haber pasado “por las armas a dos de los facciosos de la gavilla levantada en Baracaldo, según mis instrucciones. No ocurre novedad”.

Estas muertes fueron consideradas por la prensa como un brutal acto ejemplarizante, deseando que “esta terrible justicia sea el último periodo de la sublevación de Baracaldo y que la sangre ayer derramada sea la única que corra en nuestro país”. Sin embargo, la depuración continuará: al ajusticiamiento de los dos jóvenes se sumará tres días después el fusilamiento en Palencia de otro alzado, el coronel Epifanio Carrión, alias Villoldo. Y el 18 de abril, se pondrá fin a la vida del general Ortega, principal conjurado del fallido intento de poner en el trono a Carlos VI.

La aparente premura de ajusticiamiento y el pertinaz silencio que mantuvo Ortega hasta el final sobre posibles compañeros de conspiración, hacían sospechar que el gobierno deseaba pasar página rápidamente: “¿A qué tanta prisa? El país no tenía sed de víctimas; el país las hubiese aceptado, siempre con dolor, cuando al fallo de la justicia hubiese precedido el esclarecimiento, […] de las conexiones que con el delito puedan tener otras personas que tal vez gozan de la más completa impunidad mientras muere Ortega en Tortosa, Carrión en Palencia, y en las Provincias los carlistas de Baracaldo”.

No fueron pocos los opinadores que afilaron sus plumas con estas muertes, las más de las veces, criticando su premura y las irregularidades con las que se desarrollaron los Consejos de Guerra: “¿Qué necesidad había de tal prisa en la ejecución de los culpables, cuando era notorio haberse frustrado completamente la tentativa de Amposta, cuya primera noticia pudo provocar y cuya prolongación pudiera haber continuado produciendo actos insurreccionales como el de Baracaldo? ¿Se hallan las provincias de España declaradas en estado de sitio?”.

Otros articulistas de lustre, como Román Lacunza, incidían en la necesidad de llegar al fondo de la conspiración: “No queremos el derramamiento de sangre; pero será bueno que el gobierno tenga en cuenta que la nación observa su conducta, y que será juzgado muy severa- mente si, contentándose con ejecuciones como las de los desgraciados de Baracaldo no pone de manifiesto la extensión de ese plan diabólico de los conspiradores, […]. porque más que castigar, más que derramar sangre, lo que importa al país es inhabilitar a los conspiradores; lo que le interesa es quitar máscaras”.

La persecución

La actividad del reducido grupo de rebeldes vizcaínos parecía haberse trasladado al valle de Arratia. De allí llegará la noticia del intento de secuestro del alcalde de Aranzazu por parte de 9 hombres, a los que los periodistas no dudaban en identificar como de “la partida de amotinados de Baracaldo, que corriéndose hacia el valle de Arratia intentan huir de la activa persecución de las tropas, o tentar fortuna por él”.

Miqueletes y guías persiguiendo a la partida.
Modificado de Biblioteca Auñamendi

La Diputación Foral, colaborador activo en la persecución, puso al frente de sus fuerzas a un miquelete de reconocido prestigio, como era Juan de Andechaga, a la sazón, sobrino del famoso Castor Andechaga, que había sido (y será) un referente del carlismo en el Señorío. Juan procedió a distribuir sus fuerzas tanto al valle de Arratia como al del Cadagua, límites territoriales por los que la partida se desplazaba. El territorio por cubrir era extenso, pero en el agreste paraje del Yermo de Santa Lucia, cerca del Llodio, se llegaron a localizar “tres hermosos cigarros puros esparramados por el suelo y las huellas de calzado que no pisa comúnmente esos vericuetos”. Pero ni rastro de los hombres que las portaban.

La colaboración ciudadana, ya fuera espontanea u obligada, será fundamental en esta etapa, donde no faltarán las detenciones e interrogatorios: “Anteayer se pusieron buen recaudo a dos hombres, uno desde Valmaseda y otro de Güeñes, así como a la mujer de Aniceto Llaguno”, del que ya se decía que era uno de los jefes de la partida.

Mientras la búsqueda continuaba, el general Marchesi haciendo valer el refrán “dar una de cal y otra de arena”, difundió un decreto de indulto: “[…] concedo tres días de término a contar desde el día catorce, hasta las doce de la noche del diez y seis a todos los individuos del partido carlista que han levantado el pendón de rebelión, para que se presenten y sean indultados de la pena de muerte. […] pero pasados los tres días fijados serán fusilados los que fuesen aprehendidos”.

Otaola “el barbero de Bilbao”

Antes que finalizase ese ultimátum, el 13 de abril, los desvelos de las fuerzas del orden forales darán su fruto. Ese día, el comandante Juan Andechaga, notificaba que, tras seguir las indicaciones del alcalde Llodio que daba fe de una docena de hombres armados que se dirigían hacia Luyando, había dado con la partida en la frontera entre Las Encartaciones y el valle de Ayala.

En la pequeña barrida de Undio, ya en tierra alavesa, Juan sorprendió a varios de los supuestos alzados. En un intento de coparles, un fortuito disparo les puso en fuga, no sin antes hacerles “un prisionero, y dejando en nuestro poder tres fusiles […]”. El cautivo se llamaba “José de Otaola, de oficio barbero, que tenía su residencia fijada en Bilbao”. Según constará en la causa criminal por rebelión contra su persona, Otaola se entregó sin oponer resistencia “presentándose a dos miqueletes, solo, desarmado y pidiendo cuartel”.

Se trataba de José Otaola Urquijo, que había nacido en Oquendo en 1829 y residía en Bilbao junto a su mujer María Bautista Pagarizabal Mendiola con quien se había casado diez años antes, siendo padre de una hija de 8 años de nombre Manuela Eloísa. Otaola dará muestras de colaboración con sus aprehensores, declarando que “no se hallan más partidas en Vizcaya que la de ellos” y procediendo a poner nombre, apellidos y origen a todos lo que le acompañaban en ese momento, confirmando que “José Ocerin y Aniceto Llaguno” actuaban como jefes de la misma.

Prisioneros carlistas de una partida.
Modificado de Euskariana

Trasladado a Bilbao, su entrada en la villa se convirtió en todo un acontecimiento: “escoltado por dos miqueletes y dos guardias civiles. Vestía pantalón y gabán oscuros y boina. Al atravesar el puente de Isabel y sobre todo el Boulevart, se agolpaba a su paso un crecido gentío. Ocultando su emoción y cubriéndose el rostro con un pañuelo, fue trasladado a la cárcel donde se halla incomunicado”.

Habiendo sido identificados por su compañero, pocas alternativas quedaban a los fugitivos. El Desembarco de San Carlos de la Rapita había fracasado, Ortega fusilado, Carlos VI en busca y captura y, de los “alzados de Baracaldo”, únicamente subsistía un grupúsculo de montaraces, a los que los diarios les hacía en desbandada, buscando alcanzar la frontera francesa: “Los fugitivos de Baracaldo, incesantemente perseguidos, se dirigían anteanoche hacia la frontera francesa; pero su duda que puedan conseguirlo, porque las tropas iban muy cerca”.

Carta del alcalde de Barakaldo

Habiendo trascurrido 9 días desde el inicio de aquella noche de “borrachera”, el 14 de ese mes, el entonces alcalde de Barakaldo, Cosme Gorostiza, escribirá una larga carta a los diarios vizcaínos de mayor tirada. En ella expresaba su profundo malestar “contra la insistencia con que se ha supuesto que en aquella anteiglesia apareció la exterminada faccioncilla de Vizcaya”. Gorostiza argumentaba que los encuentros armados no habían sucedido en su jurisdicción administrativa, sino en Basurto o Abando y, que estando su persona “en la iglesia casi todos el Jueves Santo con la mayor parte de ayuntamiento y secretario, no tuvo no pudo tener noticia” de ninguna reunión de mozos, poniendo en duda que “se celebrase en ninguna taberna” de Barakaldo. Continuaba corrigiendo que, según le constaba, fue el alcalde Sestao, el que emitió el aviso que dio como resultado la llegada de fuerzas del orden a su anteiglesia.

La carta provocará una agria polémica entre los editores del Irurac bat y el propio alcalde, profundizando en las desavenencias que anteiglesias y villa presentaban, pero a partir de ese momento, los grandes noticieros vizcaínos cambiaron en sus crónicas el topónimo “Baracaldo” por el de “Basurto”. Sin embargo, a nivel nacional no hubo rectificación alguna y Barakaldo siguió definiendo a alzados y fusilados carlistas.

Fin de la partida

Pocos días después del apresamiento de Otaola, se entregaban “a indulto” otros integrantes de la partida y según se vaticinaba “antes de terminar el plazo señalado por la autoridad militar, se someterán indudablemente todos los individuos que la componían. Según se van presentando a la autoridad son conducidos a la cárcel de Bilbao y puestos a disposición del juzgado de primera instancia que entiende de la causa”.

Para el 21 abril, los diarios comunicaban que ya se hallaba en “Bilbao casi toda la partida carlista levantada en Baracaldo en la noche del Jueves Santo” exceptuando los que “se decían jefes de ella: José Ocerin y Aniceto Llaguno”. Configuraba el listado un exiguo y heterogéneo grupo, donde únicamente dos eran barakaldeses: José Sasia de Güeñes, Ignacio Sauto de Sopuerta, Francisco Ganchegui de Abando, Juan Bautista Otamendi de Barakaldo. Fernando Abasólo de Abando, Pablo Uanamuno de Durango, Francisco de Zabala de Durango, Vicente de Lejarreta de Durango, Pedro Orue de Begoña, José Zalvidegoitia teniente alcalde de Miravalles, Manuel García de Galdames, Vicente Otaola de Arrankudiaga, Manuel Jauffret de Bilbao, Cosme Damian de Santa Cecilia de Mena, Francisco de Urculu de Barakaldo, José María Gondra de Abando. De los jefes de la partida se decía que “Ocerin y Llaguno después de arrojar las armas andan errantes por esas breñas, y es muy posible que se dirijan al extranjero a ocultarse de la persecución de la justicia”.

José Otaola, completaba la camarilla, pero al contario que el resto, lo hacía en calidad de “prisionero” y no de “acogido a indulto”. Esta sutil diferencia tenía una importante repercusión para su persona, ya que pendía sobre él la posibilidad de acabar como sus compañeros guipuzcoanos. Tras pasar por la cárcel de Bilbao, fue trasladado a Durango, para continuar su periplo hasta Vitoria donde iba a ser sometido a un consejo de guerra.

El ayuntamiento de Bilbao, junto a la Diputación del Señorío, trató de conseguir su perdón; e incluso su mujer, Maria Pagarizabal, apeló a los diarios para desmentir que su marido fuera “jefe de la partida”. Según parece, este cargo le habían sido impuesto por ostentar en el momento de su detención “un bastón”, “malamente entendido de mando, que usó su anciano padre para caminar con menos trabajo”. Por suerte para “el barbero”, los diarios aseguraban que el propio “señor Ministro de la Guerra ha dado orden para que no se fusile á Otaola”.

Pocos días después, con la sublevación carlista erradicada, el general Marchessi agradecía al “Ayuntamiento de Bilbao, gobernador civil y vecindario de la misma” su colaboración en la extinción de la misma y justificando que “[…] sin castigos ejemplares crea V.E no se hubiese cortado tan pronto el germen de rebelión. […] Afortunadamente para todos, los que seguían la caduca bandera, se acogieron al indulto ofrecido”.

Prisión y amnistía para el pretendiente

Pero no solo los escasos levantiscos carlistas que se echaron al monte eran cercados. En Cataluña el ejército y fuerzas del orden buscaban sin descanso a Carlos VI, el cual, tras su fuga facilitada por Ortega, había quedado bajo el amparo de unos pocos fieles. El 21 de abril será finalmente detenido en la localidad tarraconense de Ulldecona.

Su apresamiento generó un gran revuelo en la corte y en un gobierno, que tuvo que dirimir, en un breve espacio de tiempo, el futuro inmediato de tan regia figura. Si bien no faltaron voces que solicitaban la misma pena capital que algunos de sus seguidores habían recibido, el gobierno optó por la vía de la amnistía, previa renuncia de sus derechos al trono de las Españas. Así, un Carlos VI preso en Tortosa tomará la decisión, “libre y espontánea” de desistir de sus pretensiones dinásticas el 23 de abril de 1860: “[…], y deseando que por mi parte, ni invocando mi nombre, vuelva a turbarse la paz, la tranquilidad y el sosiego de mi patria, cuya felicidad anhelo, motu propio y con libre y espontánea voluntad, para que en nada obste la reclusión en que me hallo, renuncio solemnemente y para siempre a los enunciados derechos […]”.

Los que esperaban que sangre real carlista, tan real y borbónica como la de Isabel II, fuera a teñir el suelo, quedaron tremendamente desencantados. El republicano Emilio Castelar alzará su voz en contundentes escritos: “En esta sublevación ha habido ya víctimas, que han espiado con la vida una falta mucho más leve que la cometida por los príncipes rebeldes. Todo el mundo ha visto con asombro que los infelices de Baracaldo fueron presos y fusilados en un momento. Pues bien: esos hombres no han sido más que instrumentos. Los principales rebeldes, los que no tienen escusa, los que han dirigido la sublevación, son D. Carlos y D. Fernando de Borbón. […] vosotros, por pobres, por miserables, por desgraciados, merecéis un cadalso, mientras que la cabeza que ha ideado y el brazo que ha ejecutado el crimen de que sois instrumento, serán respetados, serán halagados, […]”.

En igual sentido se manifestarán otros editores como Román Lacunza o Patricio de Escosura, críticos con el gobierno y su doble rasero a la hora de aplicar las leyes: “No queremos entrar en las consideraciones filosóficas a que se presta la diferente conducta del gobierno respecto al general Ortega, Villoldo, los infelices alucinados de Baracaldo y los ex-infantes; no queremos deducir las consecuencias que naturalmente se deducen de haber fusilado a unos y no considerar a los otros dignos de juicio […]”.

Del final de una guerra y de “presos políticos”

El tratado de Wad Ras del 26 de abril puso fin a la guerra de prestigio con Marruecos. La contundente victoria de las tropas españolas, a cuya cabeza estaba el presidente/ capitán general O’Donnell, maquilló ante la opinión pública las penurias que habían padecido las tropas expedicionarias y la patente debilidad militar de Las Españas frente a otras potencias.

Recibimiento en Madrid del general Leopoldo O’Donnell.
Modificado de Álbum Siglo XIX
O’Donnell retornará a la Península encumbrado con el título de Duque de Tetuán, para hacerse cargo de sus labores gubernamentales. Pocas cosas podían enturbiar el aparente éxito en el que se había instalado su mandato, habiendo conseguido en un breve espacio de tiempo finalizar una guerra y cercenar una intentona carlista.

Coincidiendo prácticamente con el regreso de los Tercios Vascongados, el 2 de mayo de 1860 se promulgó la amnistía general para todos aquellos que hubieran tomado parte en la conspiración carlista. Mientras los supervivientes de los Tercios eran aclamados como héroes en las provincias forales, los alzados sufrían su propio escarnio: “[…] Mientras España alcanzaba tantos laureles y obtenía como consecuencia de ellos una paz honrosa, españoles indignos de serlo, quisieron su- mirla otra vez en una guerra civil. Tan loca tentativa solo ha servido para poner de manifiesto su ridícula impotencia, y para hacer público el desprecio con que la Nación los mira […]”.

Pero el decreto de amnistía no iba a llegar todos los conspiradores con la misma celeridad. La práctica totalidad de la partida de Barakaldo/Basurto seguía presa en Vitoria-Gasteiz, incluidos sus famosos jefes: José Ocerín y Aniceto Llaguno.

El propio Ocerín dejará constancia de su propio periplo en una carta escrita el 3 de junio desde la cárcel y destinada a los periódicos: “yo gané la frontera de Francia y fui amnistiado en Bayona por el cónsul es- pañol en aquella plaza”. Con ese indulto, regresó a Bilbao “con el pasaporte debida regla” presentándose ante “el juez de primera instancia de Bilbao” que confirmó su amnistía el 8 de mayo. Pero lejos de quedar en libertad “se nos amarró con cadenas y argollas, y de esta suerte fuimos conducidos a esta cárcel”. Junto con él, viajarán desde el presidio de Bilbao al de Vitoria “esposados y custodiados por tres parejas de la Guardia Civil con su sargento: Aniceto Llaguno, Pedro Echevester, Andres Hormaeche (a) Butron, José Ocerin y Leandro Menendez, a quien se tenía por jefes de la partida últimamente sofocada”.

La prisión incondicional para estos hombres, reconocidos carlistas, parecía no estar fundamentada en su intento de rebelión, hecho del que se suponían amnistiados, sino por estar imputados de una larga serie de “delitos comunes” que incluía: “asesinatos, robos y alzamiento de caudales públicos”. Sin embargo, Ocerín argüía que, en los 26 días que llevaban en prisión, nadie les había tomado “declaración, ni nadie ha venido a decirnos el motivo de nuestra prisión”. Es por ello que comenzase su misiva describiéndose como “preso político”, condición que hacía extensible a otros 17 encarcelados por idénticos motivos.

Algunas editoriales, especialmente aquellas de tendencias tradicionalistas, protestaron contra de la “caprichosa e injusta manera con que por las autoridades superiores de aquella provincia se interpreta la soberana voluntad de S. M. consignada en el decreto de amnistía”.

“Asesinatos jurídicos”

Fusilamiento de prisioneros carlistas.
Modificado de Álbum Siglo XIX 
Pero no solo el componente tradicionalista criticaba el proceder del gobierno centrista. El lunes 11 de junio, tomaba la palabra en el Congreso el diputado progresista Salustiano de Olózaga Almandoz en defensa de una enmienda de grupo. En su discurso destacaba que “el país se ha salvado de un gran peligro, gracias a la decisión y lealtad del ejército y de sus naturales”, para seguidamente criticar la actuación del gobierno y preguntar si “los dos jóvenes de Baracaldo fueron ejecutados por orden del gobierno, calificando su muerte del más escandaloso asesinato jurídico”.

La contestación por parte de presidente de la cámara, el propio O’Donnell, fue tajante: “Señores, cuando estalla un movimiento, es necesario que el gobierno sea enérgico, duro, si es necesario cruel, hasta dominar la situación. Después debe ser clemente. Los desdichados de Baracaldo y Palencia se hallaron en el primer período; si como fueron tres hubieran sido quinientos, lo repito, el gobierno hubiera sido duro en ese período para salvar la sociedad y el trono”. La sesión continuó, volviéndose tensa por momentos, en el animado debate entre Olazaga y O’Donnell.

Libertad tardía

Finalmente, el 16 de junio, dos semanas después que Ocerín escribiese su carta a los diarios, quedaron en libertad los integrantes de la partida de Barakaldo/Basurto y el resto de detenidos que todavía permanecían en prisión. Su retorno a Bilbao se tornó noticia destacada: “Los individuos de la partida de Basurto, que estaban presos en Vitoria, han sido puestos en libertad. El 18 llegaron a Bilbao, Ocerín, Llaguno, Otaola y otros”. Para algunos, su puesta en libertad fue “una justa satisfacción dada por el Gobierno de S. M. á las unánimes y enérgicas reclamaciones de la prensa, y sobre todo un desagravio de la justicia, la que se estaba violando con la detención de unos individuos, comprendidos a todas luces en el decreto de amnistía. […] Pero ahora, para el verdadero esclarecimiento de la verdad y para la debida reparación de las leyes, un momento olvidadas, ralla saber una cosa. ¿Por qué han estado presos Ocerín, Llaguno, Menéndez y consortes? Esto es preciso saber. No basta haberlos devuelto a la libertad, en cumplimiento de un decreto de amplía amnistía; conviene saber qué razones ha habido para su detención, o cuál es el pretexto que se da”.

La tardía libertad de los conjurados se sumó a la lista de reprobaciones que algunos diarios siguieron vertiendo contra la actuación del gobierno en lo relacionado con el ya extinto levantamiento carlista. Entre otras cosas, destacaban la falta de criterio para la aplicación de la amnistía, la nula voluntad de investigar las ramificaciones de la conspiración, la premura en los fusilamientos de Ortega y Carrión o la ejemplarizante muerte de los “alzados de Baracaldo”. Por supuesto, cada uno incidiendo en un punto o en otro, en función de su afinidad política.

Además, para un no desdeñable sector, se tenía la sensación de haber perdido la posibilidad de cercenar, de una vez por todas, las aspiraciones carlistas. A falta de un castigo mayor, se había optado por expulsar del país al pretendiente con una simple reprimenda y una firma en una carta que pronto sería papel mojado: “El gobierno, que no ha querido saber lo que se ocultaba bajo el velo de la conspiración carlista; el gobierno, que ha dejado impunes los delitos más graves contra la Constitución y la patria; el gobierno, que ha procedido con tanta debilidad en asunto de tamaña importancia, es el que más remordimientos debe tener al considerar cuánto espíritu han cobrado los príncipes proscriptos. ¡Oh torpeza!”.

Varios meses después del infructuoso alzamiento, el intento de erosión al gobierno persistía: “La mejor manera de cumplir la igualdad ante la ley, ha sido fusilar a los de Baracaldo, á Carrión, a Ortega, y perdonar a los príncipes, porque eran criminales de sangre real. El mejor sistema es ese liberalismo hipócrita de la unión liberal, destinado a corromper el partido liberal con la peor de las corrupciones, con el escepticismo”.

Un continuará

Ninguno fueron los réditos de aquel lamentable y oscuro levantamiento de 1860 para los intereses carlistas. Paradójicamente, el único éxito de la rebelión en el Señorío fue el que su famélica partida fuera desmantelada mediante métodos tan expeditivos; siendo utilizado como elemento de crítica hacia el gobierno. El Señorío, mayoritariamente, se había mantenido fiel a los postulados de “paz y fueros” y defendió su statuquo con el resultado de un guardia civil muerto, otro herido de gravedad, dos jóvenes fusilados, dos viudas, un huérfano y al menos 32 personas que pasaron “por la cárcel pública de Bilbao”.

Respecto a la famosa partida de Barakaldo, poco importó que únicamente dos de sus componentes fueran barakaldeses, o que el nombre de bautismo se debiera a un error perpetuado por la prensa. La ya fabril Barakaldo mantuvo durante largo tiempo el dudoso privilegio de ser origen de un foco rebelde.

Voluntarios carlistas.
Modificado de Álbum Siglo XIX
El gobierno de Leopoldo O’Donnell apenas sufrió desgaste por las críticas que le llegaron por su actuación en el aplastamiento del alzamiento carlista. Completará 3 años adicionales de su “gobierno largo”, uno de los pocos momentos de desarrollo y crecimiento económico en el siglo XIX, antes de dimitir, en un nuevo bandazo de la política nacional.

Por su parte, el Señorío de Bizkaia seguirá defendiendo su “oasis foral” 8 años más, hasta que el moderantismo isabelino se agote. Con la llegada de la revolución de septiembre de 1868, el enfrentamiento entre el tradicionalismo-carlista y liberalismo moderado fuerista, mayoritarios en su sociedad, acabará por resquebrajar la unidad de acción en torno a los fueros y la religión.

Comenzaba una divergencia donde el carlismo capitalizará el descontento de los grupos reaccionarios, con un nuevo y carismático líder, Carlos VII, que volvía hacer valer el lema de “Dios, Patria, Rey y Fueros”.

A su llamada acudirán suficientes voluntarios como para levantar un ejército y, entre ellos, encontraremos a hombres de inquebrantable determinación, hombres que una vez formaron parte de aquella famosa “partida de Baracaldo”.

Agradecimientos

A Aloña Intxaurrandieta coordinadora de la revista K-Barakaldo y Javier Barrio director del Museo de Las Encartaciones.


jueves, 28 de abril de 2022

“El Convenio de Amorebieta: la paz que avivó una guerra”

Entrada actualizada: 02/07/2022

Este mes de abril hemos cumplido la efeméride del comienzo de nuestra última gran guerra civil del siglo XIX, el conflicto bélico que nutre muchas de las entradas de este blog. Y por supuesto, y no menos importante, el 24 de mayo de 2022 habrán transcurrido 150 años del “Convenio de Amorebieta”.

Un lustro y un siglo nos separan de la mesa, que situada en la casa Belausteguigoitia de la anteiglesia de Amorebieta en Bizkaia, sirvió como soporte para formalizar un convenio de paz. La historia más generalista ha tratado este pacto como un episodio casi anecdótico, afirmando que únicamente sirvió para postergar durante unos meses la guerra. Sin embargo, una mirada más detallada, observará que fue precisamente su firma y, especialmente, los sucesos que desencadenó, lo que favoreció un conflicto bélico de 4 largos años de duración.

Tras aquel “papel mojado” que debiera haber evitado un derramamiento de sangre y sufrimiento innecesario, subyacen un buen número de incógnitas y puntos no clarificados. Aproximarnos el convenio de Amorebieta nos obliga a bucear en los entresijos de nuestra sociedad de finales del siglo XIX. Una sociedad sumida en una lucha intestina entre las corrientes revolucionarias y contrarrevolucionarias. Una sociedad, que habiendo entrado con paso firme en la era de la industrialización, mantenía una resistencia enconada al cambio. Una sociedad que había encontrado en sus viejos usos y costumbres su tabla de salvación, para no verse arrastrada por la vorágine de los acelerados cambios que se estaban produciendo a su alrededor.


Un libro

En este último año he abandonado la publicación digital para sumergirme en los primeros meses del alzamiento de 1872, en las motivaciones de unos y otros, en comprender la guerra política que se vivía en Madrid o en las razones por las que un pacto que cumplía a rajatabla con el lema de “paz y fueros” no apaciguó, esta vez, las tierras forales. Una acto estéril, baldío, cuya trascendencia y protagonismo en nuestra historia fue infinitamente mayor, que aquel que la historia más generalista le ha conferido.

Gracias a la oportunidad brindada por Patxi González y con la necesaria e inestimable colaboración del ayuntamiento de Amorebieta-Etxano, he sido participe de los actos de conmemoración del Convenio de Amorebieta que tendrán lugar a lo largo del próximo mes de mayo.

Entre este elenco de actividades se encuentra el resultado de los muchos desvelos y las largas horas de trabajo nocturno, que concluyeron hace bien poco con la impresión del manuscrito “El Convenio de Amorebieta: la paz que avivó una guerra”.

Para aquellos que tengáis la suficiente valentía como para afrontar sus más de 270 páginas, espero que os resulte interesante y novedoso, ya que contienen algunos apartados inéditos o poco conocidos que han sido desarrollados gracias a los fondos de archivo de Víctor Sierra-Sesúmaga.

Desde aquí, quiero agradecer a todos aquellos que en mayor o menor medida habéis colaborado en alguno de los apartados de redacción y que, por la sencilla y única razón de espacio que limita el papel, no encontrareis vuestro nombre reflejados en él. Sin ir más lejos: Iban Roldan, Gorka Martin, José Angel Brena, Biblio, Rafa Palacio y un largo etc. de amigos y colaboradores. 

Y para aquellos que podáis acercaros a Amorebieta, os dejo el listado de actividades culturales y lúdico-festivas que podréis encontrar a lo largo del mes de mayo, recomendándoos, como no puede ser de otro modo, el ciclo de conferencias y la obra de teatro “La Paz Estéril”. Una obra de teatro creada específicamente para esta conmemoración y que a buen seguro no os dejará indiferentes.

Tras focalizar mi escaso tiempo libre durante largos meses en la consecución de este tangible objetivo, tengo ganas de volver a la intangibilidad del blog, a la libertad de espacio y elección de tema y retomar aquello que dejé inconcluso, como la 2ª parte de “¡Artillería al frente!".

Mientras tanto, un pequeño respiro y un alto en el camino para tomar impulso.

Actualización del 02/07/2022: Para aquellos interesados, el libro "El Convenio de Amorebieta: La Paz que avivó una Guerra", únicamente se puede adquirir en la Casa de Cultura "Zelaieta" de Amorebieta. Normalmente tiene un horario de lunes a viernes de 08:30 a 21:30 (946300650).


domingo, 14 de febrero de 2021

“¡Artillería al Frente!”: El Real Cuerpo de Artillería Carlista. 1ª Parte.

Maniobras dc artillería carlista en las cercanías
de la fundición de Ugarte. Modificado de
Archivo Victor Sierra-Sesúmaga

Un elemento del que hizo ostentación el Ejército Carlista del Norte fue el de su Real Cuerpo de Artillería. El propio Don Carlos parecía sentir especial debilidad por esta sección de su ejército, al que Pardo San Gil definió como “el arma técnica de la época por excelencia”, no teniendo reparos en permitir a propios y ajenos que observaran de primera mano su evolución.

Bien es verdad que la artillería carlista adoleció de idéntica problemática que las armas portátiles de su infantería: disparidad de bocas de fuego, escasez de pólvora y dificultad para reponer las municiones consumidas. A pesar de ello, el Real Cuerpo de Artillería del Norte no dejó indiferente a nadie.

Hans Albert

Uno de aquellos “observadores” que llegaron al campo carlista fue el francés Hans Albert. Hans había nacido el 1 de marzo de 1845 en el pueblecito normando de Fontaine-le-Bourg (Seine-Maritime) y, a los 30 años, se había convertido era un curtido oficial de artillería con amplia experiencia en el combate. No en vano, había formado parte de las tropas francesas que acompañaron al archiduque Maximiliano de Habsburgo-Lorena en su desventurada coronación como Emperador de México.

Poco duró aquel fatuo intento de colocar a un emperador de origen austriaco, bajo el soporte de las armas francesas al frente de un país de corte hispánico dividido por una guerra civil. Demasiada injerencia y una excesiva artificialidad en un intento de las potencias europeas por construir un dique de contención ante el gigante en expansión como era Estados Unidos.

Fusilamiento de Maximiliano I en el Cerro de las
Campanas, Querétaro
Abandonado al poco tiempo a su suerte y, negándose a abandonar suelo mexicano, Maximiliano I se atrincheró junto con sus poco fieles en la ciudad de Querétaro. Entre las tropas imperiales se encontraba Hans Albert, por aquel entonces subteniente de artillería Imperial Mexicana. En marzo de 1867 comenzaba un asedio que se prolongará a lo largo de 3 meses. Finalmente, las tropas mexicanas republicanas tomarán la plaza tras la traición de un oficial imperial. Hans, junto al resto de oficiales extranjeros, tuvo más fortuna que su emperador, permaneciendo en “una cautividad de 6 meses”. Por su parte, el malogrado Maximiliano I fue fusilado y con él “caía el efímero imperio mexicano”.

Tras ser liberado, Hans regresará a Europa y dejará constancia de lo vivido en tierras mexicanas con pormenorizados detalles en el libro “Querétaro: Souvenirs d'un Officier de l'Empereur Maximilien”. Continuará su carrera militar como artillero y, sin descuidar su interés por la geografía, alcanzará el grado de teniente en el 4º batallón de artillería francés. Tras el breve y desastroso conflicto con Prusia en 1871, donde la artillería prusiana superó con creces a la utilizada por Hans, Napoleón III caerá en desgracia. Una nueva República francesa aceptará su derrota con el tratado de Versalles en febrero de ese año y Hans Albert será desmovilizado. Por segunda vez, Hans perdía a su emperador.

Barricadas en las calles de París. 
Modificado de "Wikipedia"
Sin embargo, su retiro será breve, ya que en marzo de ese mismo año, un movimiento insurreccional de la clase obrera parisina, consiguió instaurar la denominada Comuna de París. La represión por parte del gobierno provisional republicano francés será inmediata, integrándose Hans en el “Batallón de Voluntarios del Sena”. Esta fuerza estaba conformada exclusivamente por voluntarios, muchos de ellos “oficiales desmovilizados del ejército o de la Guardia Nacional”. Tras dos meses de lucha civil, que acabó con el aplastamiento de los comuneros, el batallón se disolvió. De nuevo Hans Albert, transcribirá sus vivencias en un nuevo libro: "Souvenirs d'un volontaire versaillais".

Mientras Francia se sumía en un proceso de reconstrucción nacional, Hans seguirá aportando sus conocimientos en libros y revistas, actuando en algunas ocasiones como corresponsal de guerra para la revista Revue de France. Uno de estos trabajos le llevará en 1875 al campo carlista donde, sin escatimar detalles y con notable objetividad, mostrará a la sociedad parisina, cómo estaba configurado el Cuerpo de Artillería carlista. 

Un Frances en la Corte del Rey Carlista

Hans Albert llegó al teatro de operaciones del Norte prácticamente con la finalización del Sitio de Irún por parte carlista. Este asedio, que había comenzado el 4 de noviembre de 1874 y apenas duró una semana, constituyó un sonoro fracaso de las fuerzas del Pretendiente, donde la aparente falta de decisión a la hora de asaltar la ciudad, sumada a la “rivalidad entre las fuerzas navarras y guipuzcoanas”, supuso un fatídico retraso que permitió la llegada de refuerzos liberales.

Carlos VII siguiendo las evoluciones de la artillería
en el sitio de Irún. Modificado de "Álbum Siglo XIX"
Hans Albert comenzará su relato precisamente en aquel punto: “Fue en vísperas de la batalla de Oyarzun. Irún todavía estaba sitiada, pero todos sentían que el asalto, retrasado por alguna razón, no iba a tener éxito. El lugar había recibido refuerzos; el ejército de rescate de 14.000 hombres se acercaba para luchar contra el ejército carlista y levantar el asedio. La situación se tornaba crítica (para el ejército carlista)”.

Hans había atravesado la frontera algunos días antes de aquel fiasco. Como el mismo explicará, “un gran periódico de París me había enviado al teatro de la guerra, recomendándome que fuera imparcial en mi correspondencia. Un personaje de la frontera, a quien me había dirigido mi director, quiso presentarme a Don Carlos y solicitarme un salvoconducto que me permitiera adentrarme en todo el territorio ocupado por los carlistas”. Al igual que otros muchos corresponsales extranjeros, el primer contacto con el ejercito carlista se realizaba a través de la tupida red de simpatizantes con las que contaba el carlismo en la frontera internacional de las provincias vasco-navarras.

Sin duda, tras conocer la procedencia y el rango militar de Hans, el contacto, posiblemente alguien bien posicionado, concertó una visita con el propio D. Carlos. Hans Albert escribirá: “Así, pude cumplir con mayor facilidad la tarea que se me había encomendado. El consejo fue acertado. Quería disfrutarlo de inmediato. Don Carlos estaba entonces en Vera, cerca de la frontera francesa. Mi contacto decidió acompañarme a Vera y, como había dado prueba de devoción a la causa carlista, fue muy bien recibido. Inmediatamente me presentaron a Don Carlos, quien me dio una benevolente bienvenida”. 

Carlos VII.
Modificado de "Wikipedia"
Cañones de Acero en Irún

Como en otras ocasiones, Carlos VII cedió tiempo para conferenciar con el militar-corresponsal: “La conversación recayó en el asedio de Irún y la aristocracia”. Pero Hans Albert, como no podía ser de otra forma, estaba especialmente interesado en la artillería carlista: “No oculté que la sorpresa había sido general, al ver entrar en escena una artillería carlista, de la que ni siquiera conocíamos de su existencia unos días antes”. Sin duda, para un experto en la materia, comprobar que el ejército del Pretendiente había desplegado cañones de acero en la formalización del sitio de Irún, era un elemento destacable; sobre todo, cuando la idea predominante era que el ejército carlista estaba deficientemente armado. 

El 4 de noviembre y citando al oficial carlista Antonio Brea, en el primer día de cañoneo, cayeron “sobre Irún mil doscientas granadas”; actividad que se repitió en los dos siguientes días, “si bien no con tanta intensidad como el día 4” y bajo “los plácemes de los oficiales franceses que, armados de anteojos de campaña, seguían las peripecias del sitio” ante el buen hacer de los artilleros carlistas.

Resultaba evidente el interés que Hans Albert tenía en el Cuerpo de Artillería y en el exponencial desarrollo que había sufrido en el plazo de apenas un año: "A principios de año (1874) los carlistas se vieron en la obligación de evacuar las líneas del Somorrostro y levantar el asedio de Bilbao porque no disponían de cañones y, a finales del mismo año, aparecía una artillería carlista que contribuía a mantener a las tropas republicanas en jaque, y en pocas horas, ¡había llevado a Irún a una situación límite!”. 

El propio Carlos VII le confesaba que "todavía se desconocían muchos de los milagros que se han hecho en relación con esta sección […]. Tenemos una fundición de cañones en Azpeitia, suficientemente equipada. Aquí (en Vera), hay una fundición de proyectiles que puedes visitar. Tenemos fábricas de armas… Estas provincias son inagotables en los sacrificios que se imponen voluntariamente y en los recursos que ponen a nuestra disposición. Los pueblos nos enviaron sus campanas, pero era necesario completar la aleación de bronce, que era imperfecta, y fabricar o adquirir las herramientas necesarias. Además de nuestras baterías montadas, tenemos un tren de asedio. Si trajimos algunas piezas de acero por mar, es porque aquí no sería posible conseguir acero; pero si tuviéramos las herramientas necesarias, fundiríamos piezas de acero. Los armones y avantrenes se fabrican en Azpeitia”. El Pretendiente resumía así, de forma sucinta, gran parte de los logros conseguidos.

Y no era para menos el orgullo manifestado, porque en muy pocos meses, se había conseguido formalizar un auténtico Cuerpo de Artillería, dotándole de armas, hombres, munición y pólvora; si bien, estos dos últimos elementos, no siempre en cantidad suficiente.

Artillería en el baluarte del Redin (Pamplona).
Modificado de "Ondaregia"
De hecho, la carestía pólvora condicionará de forma notable los sitios a los que los carlistas sometieron algunas villas y, en el campo de batalla, la estrechez de municiones llevará a otros observadores extranjeros, como el artillero Henry Knollys, a registrar: “los carlistas, entre los que había una gran escasez de municiones, eran cautelosos en cada disparo. Cada pieza era colocada con el mayor cuidado y precisión”, con el objetivo de no desperdiciar pólvora, ni munición.

Hans Albert manifestará al monarca su deseo de conocer con detenimiento el Cuerpo de Artillería carlista: “Le expresé a Don Carlos las ganas que tenía de ver todo esto, si no era inconveniente. "Al contrario", dijo el príncipe, y dirigiéndose a uno de sus ayudantes de campo, me dijo que me condujera al brigadier Maestre, comandante general y director de artillería, quien me daría toda la información. Entonces me incliné agradecido y me despedí de Don Carlos, quien se comprometió a volver a verme”. Estas deferencias por parte del Pretendiente y la alta oficialidad carlista hacia corresponsales u observadores extranjeros, fue una constante a lo largo de todo el conflicto. En esta actitud subyacía un claro intento de contrarrestar la campaña de desprestigio del gobierno liberal y favorecer las posibles simpatías extranjeras hacia la causa carlista. 

Una Visita al Frente

El ayudante de campo del príncipe me llevó ante el comandante general de la artillería; pero éste había montado a caballo por la mañana para dirigirse a la batería del Monte San Marcial, frente a Irún. Ahí es donde tenía que ir a buscarlo. Sin más preámbulos, y siempre acompañado del ayudante de campo de don Carlos, tomé el camino de San Marcial”. La Batería del Monte San Marcial era junto a la de Santa Elena y Herrería las tres baterías construidas por los carlistas para hostilizar a la villa de Irún.  El monte San Marcial y su ermita, era una de las atalayas estratégicas que tenía jalonada su historia con multitud de episodios bélicos.

Distando de Vera de Bidasoa unos 15 km, aprovechó Hans el desplazamiento para conferenciar con el ayudante de campo de Don Carlos: “En el camino, durante un pequeño galope, el ayudante de campo, un joven distinguido, educado y vestido con un uniforme brillante, me dijo que el "rey" era muy aficionado a la artillería, que había estudiado esta arma en Modena y que había sido capitán de artillería montada en el ejército de uno de sus tíos”. Efectivamente, en 1855, en el Ducado de Módena, cuando un infante Carlos contaba los 7 años de edad, su tío, el Duque Francisco V ya entonces convertido en líder jacobita y pretendiente al trono de Inglaterra bajo el título de Francisco I, le nombró “sargento cadete de su artillería, regalándole un uniforme”. Lamentablemente, su instrucción terminó abruptamente cinco años más tarde, cuando ostentando el cargo capitán de artillería, el Ducado de Módena fue incorporado a la Italia unificada y, su pequeño ejército, disuelto.

Ermita de San Marcial. Modificado de 
"Cofradia Anaka"
"Después de una buena carrera llegamos a Lastaola, balneario al pie de las alturas de San Marcial. Allí tuvimos que ralentizar el paso y, media hora después, estábamos en la batería que dominaba Irún y sus alrededores. El ayudante de campo me presentó al brigadier Maestre, le explicó el objetivo de mi visita e informó de las últimas palabras del "rey". El brigadier Maestre, a quien luego presentaré a los lectores, me recibió con gran amabilidad. Me habló de su artillería con una modesta satisfacción, una satisfacción fácil de entender, porque la creación de esta artillería fue obra suya. Terminó diciéndome: Llegas en un mal momento para pedirme notas detalladas. Mañana vendrás a verme a Vera, y hablaremos un rato más. Te mostraré algunas de nuestras "maravillas", y verás el resto". 

No pudo ser más satisfactorio para Hans aquel encuentro con el oficial Juan Maria Maestre, al que Hans describirá como de “un auténtico caballero”: "Desde entonces, he visto las "maravillas" en cuestión, "inspeccioné", por así decirlo, la artillería carlista, la vi en funcionamiento, y aquí está el resumen de mis notas tomadas “de visu” en el propio teatro de operaciones”.

Primeros Cañones

Comenzaba Hans su repaso a la artillería carlista apelando a la figura del Cura Santa Cruz, cuya fama ya había trascendido fronteras: “Al inicio del levantamiento, la artillería carlista estaba compuesta únicamente por una pequeña pieza de montaña de á 4, del sistema antiguo, que arrastraba consigo el cura-guerrillero Santa-Cruz. Esta pieza se ha vuelto legendaria y ahora forma parte de una batería de montaña”. Para algunos historiadores, este pequeño cañón de bronce de montaña y avancarga “de á 4”, conformó la primera artillería que poseyó el ejército carlista.

De procedencia francesa, el cañón había sido adquirido en una fábrica de armas cercana a Nantes como excedente de la guerra franco-prusiana. Bautizado como “Mediomundo” por parte de un acólito del Cura, Nicolas Ormaetxea dejará escrito que fue el propio cura quién viajó a la ciudad francesa para comprar la pieza.

Fotograma "Santa Cruz, el cura guerrillero"
Continuaba Hans aportando datos sobre el exiguo Cuerpo de Artillería que servía bajo las órdenes directas del cura: "El comandante en jefe de la artillería de Santa Cruz era un viejo francés, ex-artificiero, que fabricaba municiones y reparaba las armas de los guerrilleros, siempre y cuando, su mente no quedase oscurecida por los vapores del vino de Navarra. También abusaba del aguardiente y, al parecer, el tiro de la famosa pieza se veía afectado por ello. Este ex-responsable de la artillería de Santa Cruz se encuentra actualmente en el arsenal de Vera, donde cumple las modestas funciones de herrero". Según parece, Santa Cruz puso al frente de su cañón al único integrante de su partida que tenía algún conocimiento del uso de este tipo de artefactos.

En los archivos Zavala encontramos alguna referencia a este individuo indicando que era un trabajador de las minas de hierro cercanas a Irún, yendo a “a servir a la facción como artillero que había sido del ejército francés; pues servida la pieza de que disponían los carlistas por ellos mismo no hubieran conseguido nada”. Tras finalizar la guerra, el artillero francés será recordado precisamente por su condición de herrero en la fábrica munición de Vera Bidasoa, quedando identificado como “el herrero que manejaba el cañón” por parte de los veteranos que hablaron con el Padre Apalategui. 

Curiosamente, existió un “gemelo” del cañón que portaba Santa Cruz. A mediados de 1873, D. Tirso Olazabal compró un segundo cañón en Nantes, excedentes olvidados de la guerra franco-prusiana: “Monsieur Verus me lo confirmó; habían quedado allí dos piezas, pero una de ellas la había vendido a unos españoles (Es el cañón que sus admiradores regalaron a Santa Cruz). Compré yo el otro y no atreviéndome a llevarlo a la estación de Nantes por temor de que un bulto tan pesado suscitara sospechas, (por más que iba en una caja de madera herméticamente cerrada y llevaba la inscripción "Estatue" (Estatua), convine con Monsieur Verus, en que iría a buscarla con un ómnibus pequeño, a la hora en que ya no hubiera operarios en la fábrica, para llevarlo a la estación de Vertou poco distante de Nantes, pero cuando llegué a esa estación el tren babia pasado. Dejé el cajón en la estación y fui a una taberna, tan sucia, que solo me atreví a pedir café y ese me lo hicieron en una sartén mugrienta. "Que suerte tiene Usted" me dijo la maritornes que me servía, hoy no viene uno de los canteros y tendrá Usted catre en que acostarse". Excuso añadir que no me aproveché del mullido lecho reservado al cantero. El día inmediato tomé el tren y la “estatua”, […] atravesó la frontera sin ser molestada”. 

Cañón de montaña francés de á 4 y proyectil
Modificado de "Loire1870" y "bibliotecavirtual.defensa.gob.es"
En las fuentes bibliográficas consultadas no se ha localizado ninguna referencia adicional a esta pieza de artillería, pero siendo un “gemelo” del cañón del cura, se debía tratar de un cañón de bronce de montaña francés, sistema La Hitte, fabricado al inicio de la guerra franco prusiana. Siguiendo las indicaciones de Joaquin La Llave, la denominación “de á 4”, “expresa el número el peso en kg del proyectil” (ver Nota Autor), habiendo sido actualizada su denominación bajo el nombre “de 8 cm”, que indica “el diámetro de su ánima en la boca”. Con un peso de la pieza de no más de 100 kg y una granada oblonga de 4 Kg, “el alcance eficaz de estos cañones es muy pequeño en los de montaña, 600 metros, […], aunque se podía tirar a mayor distancia […], con lo que se lograban alcances de más de 2000 metros, […] pero era a costa de una dispersión tan grande, que ya no convenía tirar a estas distancias”. 

No fue el único cañón del que dispusieron las fuerzas carlistas en estos primeros compases de formalización de la guerra. Desde Francia llegó otro a instancias de D. Tirso Olazabal para ser instalado en un embrionario Real Fuerte de Peña Plata. Como él mismo relatará en sus memorias: “Durante la estancia de la Diputación de Guipúzcoa en la Peña de Plata, un amigo mío que habitaba en Bonncase, Monsieur Laborde, puso a mi disposición un pedrero procedente de un buque que naufragó en la desembocadura del Adour. Acepté su ofrecimiento con entusiasmo, pensando en el efecto que haría la noticia de que teníamos una pieza de artillería en el fuerte de la Peña de Plata. El transporte del cañón desde el Boucau a la frontera de España se hizo con gran facilidad y economía. Ocultamos el terrible pedrero que tanto ruido había de meter (sobre todo en los periódicos) bajo un cargamento de heno, y caminando sin excitar la menor sospecha, llegó el carro a la frontera y el cañón a tan elevada posición a la que iba destinado”. Poco más datos han trascendido de este cañón, que Brea definirá como de "calibre irregular".

Primeras Baterías

Prosigue Hans Albert relatando cómo en la primavera de 1873, ante la descoordinación de las fuerzas liberales, el ejercito carlista del Norte pasó a controlar una gran extensión de terreno: “Más tarde, tras haber tomado algunas piezas de Puente la Reina y Estella, los carlistas, aprovechando los disturbios que asolaban España y la desorganización general del ejército, hicieron grandes progresos”. No fue exactamente así. Especialmente importantes por su simbolismo, fueron las piezas que se tomaron en las acciones de armas anteriores a la toma de las poblaciones navarras que cita Hans, y que tuvieron un papel destacado en la rendición de sus fortificaciones. Estas eran las “dos piezas cortas y rayadas, de á 8 centímetros, cogidas al enemigo en las acciones de Eraul (5 de mayo de 1873) y Udave (26 de junio de 1873) con sus cureñas y cajas de municiones”, y “a los dos obuses lisos, cortos, de bronce, de á 12 centímetros”, tomados con la entrega sin lucha de los pequeños fortines que protegían los pasos de la sierra de Andia: el del túnel de Lizarraga y el de San Adrian. 

Muerte del oficial de artillería Eduardo Temprado
defendiendo una pieza de artillería en la
batallas de Castellfullit.
 Modificado de "realcolegiodeartilleria.es"
En poco más de un mes, las tropas liberales habían cedido terreno, fuertes y artillería suficiente como para que el ejército carlista formalizara la denominada “Batería de Navarra”, constituida por esas 4 piezas tomadas al enemigo: 2 piezas cortas y rayadas de 8 cm, y dos obuses lisos cortos de 12 cm. La batería quedó inicialmente bajo el mando del veterano Juan Jose Iza Leunda, un guipuzcoano que se había sido formado como oficial en la Escuela de Artillería que los carlistas establecieron en Oñate durante la primera guerra carlista.

Como elemento anecdótico, la “Batería de Navarra” contó con un cañón adicional, aunque fuera efímeramente. Según relatará Antonio Brea, “en los días de la acción de Montejurra presentóse á la Junta de Navarra un Maestro mayor de la fundición de Trubia, retirado, que vivía en las Amézcoas, de donde era natural, diciendo que había forjado un cañón liso de hierro, que dedicaba a Don Carlos y a Navarra. Hízose venir el cañón á Estella; fundiéronse balas de su calibre, que era próximamente de siete y medio centímetros; se le adaptó una de las cureñas de á ocho cogidas al enemigo, y por último se probó por los oficiales de Artillería que había entonces en Estella, en los alrededores del Convento-hospital de Irache. Las pruebas no correspondieron a lo que del cañón se esperaba, pues si bien los proyectiles alcanzaron cerca de cuatro mil metros, su precisión era nula, por estar mal calculado y centrado. Sin embargo, dióse orden para que se agregase a la Batería de Navarra, teniendo ésta desde entonces una pieza más, y cuando llegaron los de acero para montaña, fue relegado a uno de los fuertes de Estella”.

Poco tiempo después se formalizaba también una “Sección de artillería de Guipúzcoa”, constituida por “dos cañones cortos de bronce, rayados”, que según indica Brea fueron comprados en Francia por la Diputación carlista de Guipúzcoa “a medias con la de Navarra”. Sin datos bibliográficos que lo confirmen, ambos cañones pudieran corresponder con los cañones de montaña que fueron adquiridos en Nantes y, por lo tanto, definidos como cañones de “á 4”. A falta todavía de suficientes oficiales especializados, uno de sus cañones fue “mandado mucho tiempo por un sargento pasado del ejército, apellidado Tellechea”. 

Estas piezas, tanto las tomadas a los liberales, como las adquisiciones francesas, constituían el orgullo carlista del momento, tomando "parte en casi todas las operaciones militares que se sucedieron desde Monreal a la toma de Estella; en los combates y encuentros de Guipúzcoa, en la rendición de los fuertes y villas de Viana, Lumbier, Azpeitia, Vergara, Valcarlos, Orbaiceta é Ibero”. 

Sin embargo, a pesar de su evidente utilidad, su presencia no dejaba de causar cierta hilaridad entre algunos de los extranjeros que, enrolados en el ejército carlista, describían a sus compatriotas a modo de chanza. Así, John Agustus O'Shea recogerá la siguiente anécdota: “(William Nash) Leader me hizo reír con sus relatos de Lizarraga gritando "¡Artillería al frente!" seguida de la aparición de un par de mulas arrastrando una miserable pieza”.

Arriba: Cañón de bronce, rayado de 8 cm de montaña.
 Abajo: Obús liso de montaña, junto a sus proyectiles.
Modificado de "No solo cañones"
 y "mediateca.inah.gob.mx"
Lo cierto es que los cañones de bronce cortos, rayados, de 8 cm. eran vulgarmente conocidos como “chocolateras” por la tropa. Según explica Joaquín La Llave García, este apodo era una vieja herencia de la primera carlistada, cuando en 1838 se adoptó el obús corto de 5 pulgadas como artillería de montaña y se mantuvo cuando se desplegó “el cañón de á 4, ó sea de 8 centímetros, pero rayado, que pesaba también 100 kilógramos y que disparaba con una velocidad inicial de 224 metros por segundo, una granada de 4,25 kilógramos”. Con un tamaño de la pieza que no llegaba al metro (960 mm incluido el cascabel). Eran, por tanto, muy similares a los "á 4" de montaña franceses.

Por su parte, los obuses, lisos, cortos de 12 cm (los viejos de á 5 pulgadas), se consideraban piezas intermedias “entre un cañón y un mortero” pudiéndose definir como un cañón “enano”, destinado al tiro curvo. La pieza, de menor tamaño que el cañón de montaña de 8 cent., pesaba 93 Kg y lanzaban proyectiles esféricos huecos, denominados “granadas” con carga explosiva de 4,23 kg, a una velocidad inicial de 140 m/seg.  Eran, por tanto, de escaso alcance.

Fabricación de Proyectiles

Citando de nuevo a Antonio Brea, “no bien se tuvieron cañones, se comprendió la necesidad de abastecerlos convenientemente de municiones y de pólvora”. Entre el verano y finales de 1873, se precisaban al menos la fundición de proyectiles de 8 centímetros para las piezas rayadas y granadas esféricas de 12 cm para los obuses; a las que se sumará con el correr de los meses, bombas para morteros y balas solidas para cañones lisos.

Ruinas de la Fábrica de Armas de
Orbaizeta (Navarra)
Además de la tomada al ejercito liberal, la mayor parte de la munición tendrá un origen navarro, producidos en la fundición de Vera de Bidasoa que había comenzado su labor en el verano de 1873. Según indica Brea, “La fábrica fundición de Vera, […] era propiedad de un francés que, no hallándose en situación de utilizarla para su industria particular, hubo de alquilarla a la Junta (Carlista) de Navarra, la cual pensó en ella para una maestranza, fundición, talleres y demás que fuera necesitándose en el ejército carlista”. Inicialmente estuvo bajo la dirección del teniente Domingo Nieves Ascanio, pero a su muerte en el campo de batalla en el asalto al fuerte de Ibero el 23 de julio de 1873, tomó el relevo el “capitán de artillería D. José de Lecea, el teniente D. Luis Ibarra y el alférez alumno Gómez Quintana”. José Lecea García resultó ser un excelente director de la fundición, desempeñando un empleo análogo al que ya realizaba en la fábrica armas de Orbaiceta antes de abrazar la causa carlista. Además de sus conocimientos, pudo utilizar el hierro, moldes, planos y bibliografía de la mítica fábrica. 

De Oficiales y Fundiciones

Paralelamente a los éxitos militares, en el final del verano de 1873, la artillería carlista tomaba un impulso a medida que llegaban a sus filas oficiales facultativos procedentes del ultimo Decreto Real que firmó Amadeo de Saboya antes de abdicar: la disolución del Cuerpo de Artillería. Con la entrada de un buen número de estos oficiales de carrera, la profesionalidad del arma quedaba garantizada.

Pero todavía faltaban cañones. Para paliar la falta de bocas de fuego ya se habían comenzado a dar importantes pasos: por una parte “se había constituido en la frontera una Junta compuesta de comisionados de las provincias vascongadas y Navarra”, cuyos desvelos iba a capitalizar Tirso Olazabal.  Por otro lado, las Juntas y Diputaciones vasco-navarras se afanaban en crear fábricas que suministraran sus propios cañones; estando especialmente avanzado en el Señorío de Vizcaya la transformación de la vieja ferrería de San Antonio de Ugarte en la “fundición y maestranza de artillería Arteaga”.

Julián García Gutiérrez.
Original cortesía de 
Víctor Sierra-Sesúmaga
Fundición y Maestranza de Arteaga

La fábrica de San Antonio de Ugarte, en la anteiglesia de Castillo-Elejabeitia, en el valle de Arratia, fue un empeño incondicional del veterano Castor Andechaga y el trabajo voluntarioso del capitán de artillería Julián García Gutiérrez Paniagua.

Desde que este último recibiera la encomienda por parte de Andechaga de crear una fundición de cañones, García Gutiérrez inició la selección de una fábrica que sustentase el proyecto. En octubre de 1873 había elegido un inmueble fabril “a dos kilómetros de Zornoza, propiedad del Sr. Jáuregui. Esta fábrica cumplía con la mayor parte de las condiciones que se deseaban, no sólo por su situación topográfica, distante de Bilbao y demás puntos ocupados por el enemigo, sino por disponerse en ella de un espacioso local, hornos, fraguas, tornos, máquinas de vapor de 30 caballos, y rueda hidráulica de 40, sin contar multitud de herramientas y efectos utilísimos para la nueva industria a que se la iba a destinar”.

Sin embargo, a pesar del visto bueno de Andéchaga, la fábrica no llegó a ser utilizada. Posiblemente las discrepancias entre el entonces Comandante General de las fuerzas vizcaínas, el general Gerardo Martínez de Velasco y la figura emergente de Andéchaga, tuviera algo que ver en esa decisión.

A pesar de este revés, García Gutiérrez, no cejó en su empeño y finalmente, la elegida fue una vieja ferrería en el barrio de Ugarte, una aparente ruina, que llevó a Antonio Brea a escribir: “Jamás se ha visto una fábrica en peor estado para tanto trabajo como se deseaba y la gran rapidez con que se quería ejecutar. Hacía años que estaba parada, y así lo decían sus derruidas paredes sus enmohecidos cilindros laminadores, su agrietado y casi hundido horno de reverbero, el encenagado cauce de una rueda hidráulica medio podrida, y los escombros que aquí y allá impedían el paso. Solo la energía y entusiasmo del Brigadier Andéchaga daban aliento para emprender aquella obra: todo lo facilita; para para todo proporcionaba recursos”. 

A pesar de ello y, en un mes escaso, la ruina fue convertida en una fundición, rodeada por un muro aspillerado y protegida sus alturas adyacentes con algunas defensas menores. A pocos kilómetros, en el barrio de Vildosola, se levantó también una fábrica de pólvora en un tiempo récord.

Gracias a las cartas personales que el ingeniero catalán Guillermo J. Guillen escribió a sus parientes en Barcelona (actualmente recogidas en la Biblioteca de Cataluña y como parte de los fondos de archivo de Víctor Sierra-Sesúmaga), disponemos de un relato directo de los pormenores que rodearon estas construcciones. Guillen, tras recalar en el ejército carlista, había sido encomendado para la construcción de la fábrica de pólvora. Este joven barcelonés, que en aquel momento contaba 27 años, hombre de ciencia, más que militar, había recalado en el Ejército Carlista del Norte con el firme propósito de convertirse en "Inspector del material de las líneas férreas" en Cataluña.   

A primeros de noviembre de 1873 había pasado al Señorío de Vizcaya, para colaborar con sus conocimiento en el teatro de operaciones de Bilbao. pensando que tal vez sus labores estuvieran relacionadas con la "construcción de torpedos para la ría. Una colocación bonita y donde uno puede lucirse". Sin embargo, a su llegada a la provincia, fue desplazado al valle de Arratia para hacerse cargo de la construcción de una fábrica de pólvora en las cercanías de la fundición de Arteaga; además de estar al frente del taller de pirotecnia, que como bien explicará a su tía y hermanas, "es el sitio donde cargan las granadas, se hacen las espoletas etc., es decir, de los arreglos de los proyectiles huecos en general".

En una carta a su prima del 30 de noviembre de 1873 se detallaban los severos esfuerzos que estos trabajos militares ocasionaban a los habitantes del Señorío: "si me viese tu papa diría que me vuelvo ladrón, pues aquí se coge lo que hace falta para la causa, por supuesto con autorización superior, y como yo necesito bastantes objetos hago que me den o me dejen lo que me hace falta como cosas, maderas, aparatos, etc.  Ya ves, yo soy bandido, pero a pesar de ello, gasto más de los que cobro que es muy poco y no me hago rico". 

La prensa liberal bilbaína minusvaloró la fundición denominándola jocosamente “la Trubia del Arratia”, pero lo cierto era que el 28 de noviembre de 1873 había fundido su primer cañón, “al cual siguieron hasta cinco lisos de 12 centímetros; cuatro de montaña de rayado poligonal, y cuatro morteros. Más adelante, ocho de esta última clase y cuatro piezas largas de 8 centímetros”.

Fundición de bronces. Modificado de
"bibliotecavirtualdefensa"
En diciembre de ese año, el Cuartel Real describía la fundición, en la que trabajaban sin descanso “34 carpinteros, 16 fundidores, 6 forjadores, 28 limadores, 4 torneros y peones hasta completar el número de ciento” de la siguiente forma: “[…] hoy se levanta sobre lo que fueron almacenes y carboneras un grandioso establecimiento dividido en cuatro talleres. Contiene el primero la fundición de cañones con un horno de reverbero, fosa y cajas de moldes; el segundo tornos para tornear, barrenar y rasgar; el tercero el taller de carpintería unido a la maestranza, y el cuarto el taller de municiones. […] He contado seis fraguas montadas, tres tornos, un cepillo, un cubilote y diez bancos de carpintería”.

Todavía constituida la artillería como un cuerpo sin centralizar, nos indica Brea que “la administración de la fábrica se hallaba a cargo de un delegado especial de la Diputación del Señorío, cuidando de proporcionar recursos para el pago de los operarios y primeras materias. Dicho administrador llevaba su libro de entradas y salidas, lo que proporcionaba más independencia a la dirección facultativa de García Gutiérrez, y se hallaba más en harmonía con las leyes y el modo de ser de las provincias vascongadas”. 

Cañones Poligonales “made in Arteaga”

Entre las piezas que salieron en los primeros meses del funcionamiento de Aretaga, destacan de forma especial los cuatro cañones “de montaña de rayado poligonal” que se fundieron en bronce. Estas piezas, de 7 u 8 cm. de boca (en el Cuartel Real se cita que uno llegó incluso a los 12cm.), constituían un notable alarde tecnológico de la ingeniería carlista, donde con medios rudimentarios habían conseguido emular a los Whitworth fundidos en Inglaterra.

Cañón poligonal de bronce de fundido en Arteaga.
Original cortesía de Victor Sierra-Sesúmaga
Tanto fue así y, por lo que se desprende de los comentarios de La Llave, que el ejército liberal desconocía su existencia, “hasta que se leyó en unas cartas del teatro de la guerra que publicaba L' Independance Belge, en que se decía que después de la toma de Portugalete el corresponsal había recogido proyectiles hexagonales en el campo”. Además, argumentaban que los cañones que los disparaban eran de procedencia extranjera, sin plantearse siquiera que los carlistas hubieran sido capaces de contar con los conocimientos y maquinaria suficiente para su fabricación.

Lo cierto es, que en el verano de 1873 García Gutiérrez había sido comisionado para viajar a Inglaterra y estudiar “los diversos sistemas de bocas de fuego más en uso y que pudieran adaptarse a la clase de guerra que se había de sostener, ocasionando a las provincias vasco-navarras el menor gasto posible”. García Gutiérrez retornó, habiéndose fijado especialmente con los cañones de acero que el ingeniero Whitworth producía en su fábrica de Manchester. Procurándose de “planos, escribió una memoria descriptiva de su construcción y manejo, dejando elegida una batería de cuatro piezas de montaña de 4 centímetros, cortas, a cargar por la boca y de ánima y proyectil hexagonal”. 

Una vez al mando de la fundición de Arteaga, García consiguió fundir al menos 4 de estos cañones poligonales y ponerles en funcionamiento para el asedio de Portugalete. Sin embargo, su vida útil fue efímera, ya que tras la toma de la villa marinera “refundiéronse los cañones poligonales que no habían dado buenos resultados”. En ausencia de otros datos bibliográficos, la imagen tomada en un campo de Arteaga y perteneciente a los fondos de archivo de Víctor Sierra-Sesúmaga, constituye el único registro de estas curiosas piezas, genuinamente carlistas.

Cañón de bronce, liso, de 12 cm, largo de la fundición
de Arteaga. Original cortesía de Víctor Sierra-Sesúmaga
El resto de la artillería que salió de los talleres de la antigua ferrería de Ugarte fueron menos vistosos y presentaban características más tradicionales. Los cañones de bronce, ánima lisa de 12 cm, avancarga y proyectil sólido esférico, eran modelos antiguos que llevaban fabricándose desde el siglo XVIII, los viejos á 12 libras, y que solían conformar el núcleo de la denominada “artillería de plaza”.  Siguiendo las especificaciones técnicas de La Llave, con un peso cercano a la tonelada (960 Kg) y una longitud cercana a a los dos metros y medio (2,307 m), lanzaba balas solidas de 11 kg.

Por su parte, las piezas largas de 8 cm, de bronce, avancarga y posiblemente rayadas, más evolucionadas, debían de haber servido inicialmente en la formación de “Batería de Montaña de Vizcaya". Una batería que debía de comandar García Gutiérrez. Con una longitud de 1.750 cm y un peso de 334 kg, eran capaces de lanzar proyectiles de 4,26 kg a más de 3.000 metros.

Heterogeneidad en Portugalete

A pesar de la frenética actividad que desarrolló la Fundición y Maestranza de Arteaga, no fue capaz de aportar suficiente artillería para formalizar un sitio; de forma que, continuando con el relato de Hans Albert: "A principios de 1874 los carlistas atacaron y tomaron Portugalete, un pequeño pueblo que sirve de puerto a Bilbao. Esta acción dotó al ejército carlista de una serie de piezas antiguas de ánima lisa, sin estrías y en mal estado, fundidas en el siglo pasado, originalmente destinadas a defender las costas". Efectivamente y citando al que fuera también oficial de artillería carlista Joaquín Llorens, ante la falta de cañones, se dispuso una medida de emergencia para construir varias baterías alrededor de la villa marinera: “Las piezas con las que se habían artillado (las baterías) eran malísimas, tanto que habían sido desenterradas algunas de ellas, y no habían visto la luz desde la pasada guerra, y otras eran de las que había en los muelles para amarrar buques. Con estas piezas empezaron los carlistas a poner sitio a Portugalete; su cureñaje estaba compuesto por ruedas de carros, y sus proyectiles se construían en Arteaga, pero igual se tiraban los de á 12 con cañones de á 14, que con los de a 16 (sic)”. 

Antonio Brea describirá que en el sitio participaron al menos: 3 cañones de hierro de 13 cm (viejos de "á 16 libras"), 3 poligonales, 2 de bronce de 12 cm y un mortero de 27 cm. También citará de forma específica, “dos cañones de hierro, uno de 14 y otro de 15 centímetros, sin cureña, ni muñones”, para los que fue necesario construir unas plataformas especiales para poder ser utilizados. Predominaban, por tanto, los vetustos cañones de ánima lisa que disparaban balas esféricas sólidas, que sirvieron en las baterías de costa. Dentro de la heterogeneidad de calibres y tipos de proyectiles se tuvieron que fabricar: bombas de los morteros, granadas hexagonales y bolas de hierro de 12, 13, 14 y 15 cm. 

El “Abuelo”

El cañón más grande, un 15 cm de boca (antiguos 24 libras), recibió su propio bautismo. Marcos Escorihuela, como testigo ocular del asedio, indicaba que “no sabemos quién será el padrino del viejo cañón que mencionamos; pero ello es, que todos, tanto carlistas como republicanos le conocen con el nombre de El Abuelo”. Y la revista de época La Ilustración Española y Americana indicaba que “había sido utilizado durante la Guerra de la Independencia, desde Punta Galea para batir a los buques franceses que se penetraban en el Abra”. 

Cañón de 24 libras (15 cm) en el paseo de Santoña.
Cortesía de Rafael Palacio
Curiosamente, nombrar a un cañón bajo el nombre del “Abuelo”, parecía ser una tradición de las guerras carlistas, ya que según recoge el Museo Zumalakarregi, en la primera carlistada se produjo un hecho similar, con un increíble paralelismo: “Zumalacárregui fue informado de la existencia de un viejo cañón en una playa vizcaína y lo mandó trasladar a Urbasa, donde lo enterró hasta mejor ocasión. El tipo de guerra que desarrollaron los carlistas los primeros meses les impedía trasladarse con los cañones, por lo que se enterraban tras cada uso hasta la siguiente oportunidad. Cuando los voluntarios vieron el cañón vizcaíno, lleno moho y roña lo bautizaron como "el abuelo"”.

La leyenda de los “abuelos”, tuvo la suficiente trascendencia como para que Antonio Brea le dedicase un párrafo en su libro “La Campaña del Norte”, para dejar claro que “nunca existió” un cañón con esa denominación.

Con “Abuelo” o sin él, el 22 de enero de 1874, y a un alto coste de bajas los sirvientes de la artillería carlista, capitulaba la guarnición de Portugalete, dejando en manos carlistas otros 2 cañones largos “rayados de campaña, de 8 centímetros” que se sumó otro, de idénticas características, con la caída de los fortines de Luchana y Desierto. 

Dos de ellos fueron a parar a la denominada Sección de Álava, de efimera vida, ya que en breve tiempo se reunieron bajo una misma dirección con la Sección de Guipuzcoa. Se completaba así una batería de dos cañones nacionales con los dos cañones de origen francés. Del tercero, no se ha localizado en la bibliografía consultada su destino.

A falta de Cañones,... Buenos son los Morteros

Bilbao quedaba cercado y el ejército carlista se aprestaba a formalizar su asedio. Para entonces un gran contingente de tropas y artillería liberal se había desplazado a marchas forzadas siguiendo la costa de Cantabria para evitar la toma de la capital del Señorío de Vizcaya.

El éxito de la toma de Portugalete le llevó a Hans Albert a escribir: “A pesar de esto, la alegría de los carlistas fue inmensa. ¡Por fin tenían una verdadera artillería! ¡No solo armas de campo, sino también armas de asedio! Eligieron las mejores piezas, construyeron cureñas y ruedas, organizaron carruajes y las peores piezas fueron llevaron a la fundición para convertirlas en morteros. En definitiva, tras mucho trabajo, consiguieron formar el equipamiento suficiente para poder iniciar el asedio de Bilbao”.

Mortero de 27 cm. Modificado de "Govantes"
Pero como ya se ha comprobado, la artillería de sitio dejaba mucho que desear, teniendo que suplir con ingenio y con el uso de material vetusto, la falta de piezas. Tanto era así que Brea explicará: “en atención a la falta de buena artillería, elemento indispensable para sitiar plazas, se decidió en Consejo de Guerra presidido por D. Carlos que los morteros fuesen el elemento principal del ataque, tanto por la consideración ya expuesta, como por la de creer que Bilbao se entregaría al recibir las primeras bombas y ver interrumpido su tráfico con el extranjero".  Se acercaba un momento crucial, con prácticamente la totalidad del ejército carlista concentrado en el asedio de Bilbao y el inicio de la Campaña de Somorrostro.

Gracias a la actividad de la fundición de Arteaga y de la habilitación de “la excelente fábrica del Desierto”, a mediados de febrero “hallábase ya suficientemente dotados y en disposición de romper el fuego cinco cañones lisos, de bronce, de á 12 centímetros, y cuatro morteros de á 27” sobre Bilbao. Posteriormente se sumarían “una batería de cañones de á 12 centímetros y uno rayado de á 10”.

En la bibliografía consultada no se han localizado datos adicionales sobre estos cañones rayados de 10 centímetros, de los que llegaron a fabricar al menos dos unidades. Genuinamente carlistas, expertos de época, como Joaquín La Llave o algo más  posteriores como Jorge Vigón, no los citan en sus obras, por lo que carecemos de datos técnicos de los mismos. En cualquier caso, seguramente tratasen de emular a los cañones de bronce de ánima rayada y retrocarga de 10 cm reglamentarios desde 1872, que habían sido desplegados por el ejercito liberal en los campos de Somorrostro; si bien, es dudoso que fueran tan sofisticados como para utilizar las granadas de 8 kg de envuelta pesada que lanzaban los reglamentarios.

Planos de un cañón de bronce de 10 cc. según el cuadro de la artillería de ordenanza
por Real Orden de 21 de mayo de 1872. Modificado de navarra.es

El 21 de febrero de 1874 el estampido de los morteros se escuchaba por primera vez Bilbao. Mientras las bombas que caían sobre la villa dependían de la pólvora disponible, los 8 cañones que formaban la batería de Navarra (al mando de Alejandro Reyero) y las Secciones de Álava y Guipúzcoa (encabezadas por Javier Rodriguez Vera), tomaban posiciones en los campos de Somorrostro.

Los 6 cañones de 8 cm y los dos obuses de 12 cm, se enfrentaron, en una completa desigualdad, a la abrumadora potencia de fuego artillero creciente que desplegó el ejército liberal en los tres meses que duró la campaña: "sesenta cañones: dos de á 16 centímetros; cuatro de á 12 de posición; doce de á 10, de reserva; dieciocho de á 8, sistema Krupp; doce de á 8, sistema Plasencia, y otros doce de Montaña, sistema antiguo".

A finales de abril cedía la línea de defensa carlista en Somorrostro y el 2 de mayo Bilbao quedaba oficialmente liberado de su sitio. Hans Albert describirá la importancia moral que supuso para el ejercito carlista no perder su escasa artillería: "Tras la retirada de Somorrostro, obligado a levantar el asedio de Bilbao, precipitadamente y en la noche, los carlistas lograron salvar su embrión de artillería. No se perdió ni una caja. Este material, tan dolorosamente formado, tenía a sus ojos un gran valor. La pérdida habría sido irreparable y más dolorosa para ellos que dos derrotas experimentadas una tras otra. Al conservar su equipo, mantuvieron el carácter de ejército regular y permanecieron en condiciones de intentar el asedio de otro lugar". Lo único que dejaron atrás, fueron los cañones que habían batido la basílica de Begoña, unos hierros rescatados de abandonas baterías de costa, demasiado viejos para esforzarse en recuperarlos a decir de los carlistas; y abandonados en su rápida huida, según los liberales. Antonio Brea dejará escrito: "Nos preparamos, pues, para la retirada, conviniendo, previo consejo con el Comandante General de Artillería, en salvar el material de guerra, compuesto únicamente de los morteros, del cañón de á 10 centímetros y los dos de á 12, pues los de hierro no podían servir más que para volver á sujetar las amarras de los barcos".

Adquisiciones en el Extranjero

Continuaba Hans comentado: “Los carlistas, sin embargo, pronto comprendieron que no podían fabricar una artillería capaz de resistir la del ejército de línea liberal y resolvieron comprarla en el extranjero”. De hecho, los planes para la compra de material moderno ya habían comenzado muchos meses antes.

Para centralizar, en la medida de lo posible, las adquisiciones y el sistema de llegada de los materiales, según cuenta Tirso Olazabal, “se habían constituido en la frontera una Junta compuesta de comisionados de las provincias vascongadas y Navarra”. Esta Junta incluía nombres de lustre del mundo carlista como el propio Olazabal, Alejandro Argüelles Meres de la Riva, Carlos Calderón Vasco, José María de Lasuen Urízar, Bernado G. Verdugo, Vicente Alcala del Olmo Torres, etc. De sus logros y fracasos en la compra de armas, el historiador Pirala escribirá: “[…] seguramente que no hubo negocio en el campo carlista. en el que más se escribiera y en el que más alardearan casi todos de los servicios que prestaban. Se ve excelente voluntad, pero no el mejor acierto”. 

De hecho, las propias Diputaciones y Juntas carlistas, principales suministradoras del dinero que iba a permitir la compra de material en el extranjero, recelaron, al menos inicialmente, de derivar sus siempre escasos fondos a estos menesteres. Así, Lorenzo Arrieta-Mascarua Sarachaga, de la Junta de Gobierno de Vizcaya, criticaba el gasto en la compra de artillería que Tirso Olazabal estaba realizando en Inglaterra: “[…] se le remitieron también como consta de recibo, cuyas cantidades reunidas suman 90.000 reales, con los que cree quedan bien pagados los dichosos cañoncitos, que, no se han recibido aún, y ya son innecesarios, porque en consideración a su tardanza, esta diputación, apremiada de la necesidad, se decidió a montar, y a Dios gracias funciona satisfactoriamente, una buena fábrica de cañones que nos ha proporcionado cinco, al parecer muy buenos, y que dentro de poco nos proporcionará cuantos necesitemos, […]”.

Hans Albert se hará eco de las penurias económicas carlistas, y el esfuerzo que realizaron para conseguir reunir fondos suficientes como para realizar las compras: "Hubo un tiempo en que los oficiales y soldados carlistas tuvieron que hacer los mayores sacrificios sobre sí mismos y abandonar parte de su salario para adquirir cañones”. Tirso Olazabal relatará en sus “Memorias de un Contrabandista”, que al menos, los batallones guipuzcoanos estaban resueltos “a renunciar a sus pagas hasta que se pudieran adquirir dos o tres piezas de sitio”. 

Por suerte, las simpatías hacia la causa carlista en algunos estamentos de aristocráticos de las cortes europeas eran manifiestos, por lo que “se hizo un llamamiento con el mismo propósito a los católicos ingleses, austríacos y belgas, así como a los legitimistas franceses. Esta apelación fue escuchada; las suscripciones se abrieron inmediatamente. Las mayores sumas se recaudaron en Inglaterra”. Si bien las simpatías de la rica Inglaterra fueron convenientemente canalizadas por Edward Kirkpatrick de Closeburn, los legitimistas franceses contribuyeron fuertemente con “importantes sumas en el Tesoro carlista”, adquiriendo con sus propios fondos artillería para el ejercito carlista. De hecho, y según cita Pardo San Gil, al menos 15 cañones de acero, entre sistema Whitworth y Vavassuer, “fueron regalados por legitimistas franceses”.

Desembarco de armas en una cala de la costa
del País Vasco. Modificado de "todocoleccion"
Continuaba Hans Albert su relato argumentando: “Los carlistas, aprovechando la libertad de que disfrutaba el comercio de armas en Gran Bretaña y Estados Unidos, dedicaron la mayor parte de sus negocios a estos dos países”.  Desconocemos la razón de citar a Estados Unidos. Norte América estaba demasiado lejos y, excepto los infundios que los agentes carlistas se encargaron de propagar para favorecer sus compras y traslados de material de contrabando, no hubo relaciones directas con ese país.

Por su parte, Inglaterra, al igual que otras potencias europeas, permanecía en estado de supuesta neutralidad ante el conflicto carlista, con simpatizantes en ambos bandos, aceptando delegaciones y representantes de ambas partes, tomando buena nota de las airadas protestas que desde el gobierno liberal llegaban, pero permitiendo (siempre dentro de su legalidad) actividades y negocios carlistas que lucraran sus arcas.

Adquirir las piezas en el extranjero, además de los recursos financieros requería de un enorme trabajo logístico, donde el juego de relaciones diplomáticas iba parejo a los procesos de espionaje y contraespionaje. También fue preciso tratar con intermediarios de diferente catadura moral, para seguidamente tener que lidiar con el complicado proceso de traslado a territorios controlados por las armas carlistas.

Hans Albert especificaba que “todas las piezas de acero y cañones estriados fueron desembarcados en la costa del País Vasco por vapores ingleses, principalmente en el pequeño puerto de Motrico, cerca de San Sebastián”. No estuvo acertado Hans Albert con este párrafo, ya que no todas las piezas entraron por la vía marítima, no todos los buques fueron ingleses, Motrico no fue el principal puerto de desembarco y, por último, esta villa marinera es el último pueblo costero de Bizkaia, frontera con Gipuzkoa, y no está cerca de San Sebastián.

La complejidad y diversidad del contrabando de armas carlistas ha sido estudiado por historiadores contemporáneos como Pardo San Gil y Jose Fernando Gaytan, especificando que al menos fueron 8 los buques que trasportaron armas carlistas, unos, en propiedad, otros “alquilados”: Alar, Deerhound, Queen of the Seas, Orpheon, Villa de Bayone, Malfilatre, Nieves, Notre-Dame de Fourviers (rebautizado como London) y los puertos o zonas de desembarco: Ispaster (Bizkaia), Cabo Higuer (Gipuzkoa), Ondarroa (Bizkaia), Bermeo (Bizkaia) y Motrico (Bizkaia).

La No Siempre Neutral Suiza

Continuaba Hans: "Solo uno o dos piezas de montaña se pasaron de contrabando a través de la frontera francesa. Algunos cañones de montaña escondidos en la ciudad de Ginebra por Doña Margarita, esposa de Don Carlos, fueron incautados por las autoridades suizas y no pudieron llegar a su destino". Efectivamente, pocos cañones fueron introducidos de contrabando utilizando la vía terrestre a través de la frontera francesa, destacando el envío de “4 Whitworth de montaña camuflados en unas columnas de plomo como si fueran objetos de adorno”.

Respecto a la incautación de cañones carlistas por parte de las autoridades suizas, Tirso Olazabal lo describirá en sus memorias con gran detalle: “Los legitimistas de Nante, queriendo dar una prueba del interés que les inspiraba nuestra causa, compraron un cañón de montaña, de los que precipitadamente mandó fundir el Gobierno francés […] y encargaron a un joven llamado Tegeiro, que hiciera entrega de su regalo. Ignoro si por fatal iniciativa propia, o por desacertado consejo de los donantes, en vez de llevar el cañón a la frontera de España, Tegeiro lo trajo a Ginebra y lo presentó a la Reina”. La Reina lo aceptó con agrado y peguntó a Olazabal la forma de trasladarlo a España. El interpelado contestó, que “a mi juicio, lo más difícil era volverlo a introducir en Francia”. 

Margarita de Borbón-Parma, esposa
de Carlos VII. Modificado de 
"wikipedia"
Con cierta ironía, Olazabal relatará el plan urdido por simpatizantes carlistas que “no habían nacido para contrabandistas”. Consistía en camuflar la pieza con otros viejos hierros para que cruzase la frontera como chatarra de fundición. Sin embargo, el herrero seleccionado para realizar la trasformación de nuevo cañón a vieja chatarra, levantó las suspicacias de Olazabal: “en cuanto lo vi me infundió instintivo recelo. El pueblo de Ginebra es y fue siempre, refugio de revolucionarios y bribones de todos los países. Diríase que aun florece allí la ponzoña que sembró Juan Jacques Rousseau”.

Al poco de marchar la Reina carlista a Paris se presentó en su residencia de Ginebra la policía guiada por el joven herrero, decomisando el cañón y llevándose presos a algunos simpatizantes de la causa carlista que allí estaban. El escándalo tuvo más repercusiones, como fue la “prohibición a la Señora a sus representantes y agentes” de residir en los cantones suizos de Tesino, Vaud, Valais, Friburgo y Neuchatel. 

Finalizaba Tirso este episodio de sus memorias con un irónico comentario respecto a aquel pequeño cañón de montaña, posiblemente otro “á 4”, definiéndolo como “poderoso elemento de guerra” y su sentir por los suizos: “Triste fue la suerte que cupo al cañón regalado por los inadvertidos legitimistas ¡Jamás llegó a su verdadero destino! ¡Jamás resonó su potente voz en nuestras montañas! Mudo ha permanecido "in perpetuum" en algún arsenal de la libérrima República. Más tarde se hicieron muchas gestiones para conseguir que el Gobierno Federal nos devolviera aquel recuerdo de los amables nanteses, pero fue en vano nuestro intento. Los suizos no quisieron privarse de aquel poderoso elemento de guerra, pensando, quizás, en la defensa del territorio de la República contra la siempre temida invasión de los ejércitos germanos. Los suizos son muy buenos relojeros, por lo demás….”.

Llegan los Cañones de Acero

A partir de julio de 1874, cuando se produce el primero de los grandes desembarcos de cañones, el ejército carlista de pudo dotar de artillería “moderna” de procedencia mayoritariamente inglesa, y, en menor media, germana. Hans los resume en los siguientes párrafos: "Los sistemas de armas utilizados por los carlistas son: El sistema Vavasseur, el sistema Woolwich, el sistema Placensia, el sistema Whitworth, el sistema Krupp y los cañones rayados de bronce. Examinaremos cada uno de estos sistemas”:

Granada Whitworth.
Modificado de 
"no solo cañones"

Los Whitworth

Saltándonos el orden que estableció Hans Albert, comenzamos con el que fuera “el cañón carlista por excelencia”, el Whitworth: “Este sistema incluye piezas de 4 centímetros, algunas cargadas por la boca, otras por la recámara, y piezas de 7 centímetros de avancarga. Una sección perpendicular al eje del cañón ofrece un hexágono regular. Por tanto, el ánima está compuesta por seis caras que giran helicoidalmente de izquierda a derecha. Los proyectiles carecen de aletas o guías de plomo y tienen exactamente la misma forma que el cañón y ofrecen una longitud que parece desproporcionada a su diámetro”.

Los Whitworth despertaban el interés de Hans, que alababa su uso en la montaña: “El Whitworth de 4 cm de diámetro y avancarga tiene un gran alcance. La precisión del disparo no deja nada que desear. Su peso, que no llega a los 53 kilogramos, las convierte en valiosas piezas de montaña. Las mulas, con tan poca carga, pueden caminar sin fatiga por los peores caminos y escalar las montañas más altas”.

Sin embargo, estas piezas de montaña también presentaban defectos, especialmente el escaso poder explosivo de la pequeña granada: “Los proyectiles pequeños están mal hechos o mal cargados, y no siempre estallan al caer. Luego los soldados alfonsinos los recogen y, entre risas, les dan el nombre de pepinillos”. Los proyectiles no estaban, ni mal hechos, ni mal cargados; el principal problema se localizaba en las espoletas de producción propia, blanco de las principales críticas.

Continuaba Hans desgranando algunas de las características del resto de Whitworths: “Las piezas de 4 centímetros, largas y cargadas por la culata, tienen aproximadamente las mismas cualidades que las piezas anteriores. El sistema de cierre es muy simple y de buen funcionamiento”. De los de 7 cm, comentaba: “Los Whitworths de 7 centímetros de diámetro, cargados por la boca tienen un gran alcance y una gran fuerza de penetración”. Completaba su visión de estos cañones con la siguiente aseveración: “Los cañones del sistema Whitworth, de gran sencillez, pueden conformar una eficaz artillería, ya sea de montaña o de batalla”.

Como ya se ha comentado, fue el oficial Julián García Gutiérrez Paniagua, el que tras su paso en el verano de 1873 por Inglaterra, seleccionó este sistema para las baterías de montaña. Tan prendado quedó de los Whitworth que no tuvo reparos en intentar replicarlos en la fundición de Arteaga en bronce. Sin embargo, no fue hasta un año después, ya en el verano de 1874, cuando pudo disponer de estos preciados cañones de acero. Tras el primer desembarco en julio de eses año, los sucesivos alijos de material bélico irán, por lo general, acompañados de más piezas de este sistema.

Estos cañones, que llegaron a vertebrar la artillería carlista contando más de 60 piezas, ya se han tratado de forma específica en este blog. Jorge Vigón, trascribe "un inventario que parece merecer crédito", donde se recogen los siguientes números de bocas de fuego de este sistema:

  • 40 Whitworth de montaña, a cargar por la boca, de 4,5 cm
  • 18 Whitworth de montaña a cargar por la boca de 7,6 cm
  • 2 Whitworth de posición de 13 cm
  • 6 Whitworth de batalla a cargar por la recamara de 4,5 cm

Por su parte, La llave aportará datos adicionales de los Whitworth carlistas: “Eran de tres modelos distintos, el de 4 centímetros de montaña, o de 2 1/2 libras, que no pesa más de 75 kilógramos, otro de 4 1/2 centímetros largo, o de 3 libras, que pesa 143 kilógramos y que el fabricante llamaba también de montaña, pero que no se puede llevar a lomo y es, por lo tanto, una pieza ligerísima de batalla, y otro propiamente de campaña de 7 centímetros o de 12 libras. Los tres son de acero fundido y comprimido en líquido, de rayado hexagonal, […] con proyectil largo de gran coeficiente balístico, con el cual, a pesar de que la velocidad inicial era moderada, el alcance de estos cañones era superior al de los nuestros”.

Durante un corto espacio de tiempo, los Whitworth no tuvieron rival ante las viejas “chocolateras” y obuses de montaña que portaba en el inicio de la guerra el ejército liberal. Sin embargo, y como bien relata Henry Knollys, pocas veces pudieron disfrutar de la ventaja que incluía la de ser efectivos a 7.400 yardas (6,8 km) ya que los carlistas “invariablemente permitían a sus oponentes acercarse a unas 2000 yardas (1,8 km) antes de abrir fuego, dado que la munición en el ejército de Don Carlos era escasa y de gran valor”.

Destacando por su tamaño, los dos últimos en llegar fueron los dos monstruos de 13 cm que hubieran lanzado proyectiles de 70 libras (31 Kg). De estos dos grandes cañones Tirso Olazabal comentará que fue necesario “alquilar un vapor de carga” para transportarlos, porque "la grúa del N.D. de Fourvieres no era bastante potente para levantar el peso de esos cañones”. Eran tan pesados y, tantas las dificultades para su trasporte y movimiento, que para cuando pudieron estar en funcionamiento, ya era demasiado tarde. Sin disparar un solo proyectil quedaron abandonados en Ataun, en el final de la guerra.

Los Vavasseur

Los “raros” Vavassuer, serán citados por Hans Albert, como mera curiosidad: “Hablaremos de estos cáñones sólo por curiosidad, pues los carlistas tienen pocos. El inventor es un francés que generó grandes expectativas en su sistema. Logró que los carlistas aceptaran algunos cañones de su invención. Hay dos tipos de armas Vavasseur en uso en el campamento carlista: El primero, con un diámetro de 7 centímetros, cargando por la recámara; el segundo, con un diámetro de 9 centímetros, de avancarga. El primero tiene un alcance de 4.000 a 4.500 metros; con un tiro de suficiente precisión, con un sistema de cierre parecido con el sistema Krupp. El segundo tiene un alcance de 5.600 metros y su disparo es certero, incluso a esta distancia".

El creador de este peculiar sistema era Josiah Vavasseur y, frente al posible origen franco de su apellido, Josiah era nacido en Inglaterra. Junto con William George Armstrong, Theophilus Alexander Blakely y Joseph Whitworth, Vavasseur eran la élite de ingenieros que desarrollaron el arma de artillería en la Gran Bretaña de finales del XIX.

Vavasseur había patentado su propio sistema para dotar a los proyectiles de la deseaba estabilidad giroscópica. Su especificidad radicaba en un sistema inverso de conducción, donde el proyectil llevaba las rayas y el ánima del cañón “aletas o filetes salientes helicoidales”. Citando a Joaquín La Llave, “la ventaja que se atribuía a este sistema era que no presentaba el proyectil aletas y, como consecuencia, era más regular su marcha por el aire”. Sin embargo, “las experiencias demostraron que no había en ello gran ventaja y se abandonó la idea. Los franceses que, durante la guerra con Alemania, compraron algunos cañones de campaña Vavasseur, después de la guerra probaron este sistema en comparación con el suyo y con otros, resultando que no había sino una ventaja inapreciable y se olvidó definitivamente”.

De izquierda a derecha, granada Vavasseur de 9,8  cm,
Whitworth de 7 cm, y tetones de 8 cm. Modificado
de "Artillería de Antecarga Rayada" de Juan L. Calvo
No tan definitivamente, ya que en la penuria económica y necesidad en la que se movía el ejército carlista, se vieron en la necesidad de adquirir sistemas de fuego fiables, pero de carácter experimental; modernos, pero de tecnología no exenta de problemas. Hans Albert definía las desventajas de este sistema: “La experiencia ha demostrado que después de un número muy reducido de disparos, el anima se calienta, sus aletas se dilatan y los proyectiles no pueden entrar. A menudo sucede que un proyectil, después de haber entrado en la boca, donde la dilatación no ha sido lo suficientemente grande para oponerse a su introducción, se atasca a medio recorrido. Otra grave dificultad es la de la fabricación de los propios proyectiles, que es complicada y muy delicada”. 

Según se indica en el Estandarte Real, fue el coronel Juan María Maestre el que apostó por este sistema, cuando en el verano de 1873 se presentó ante Carlos VII con algunos fondos de simpatizantes carlistas de Andalucía: “Sin embargó, en lugar de aceptar Don Carlos el donativo andaluz, tuvo el singular desprendimiento de endosar aquella al citado Jefe, y comisionarle para que, marchando a Inglaterra […]  comprase el material completo de otra Montada, que pudiese también servir en algunos casos para batir en brecha pequeños puestos y fortificaciones de poca importancia". A su regreso trajo consigo “planos, apuntes y memorias, para servir una Batería Montada de seis cañones a cargar por la culata, sistema Vavasseur, cuyo cierre era muy parecido al del Krupp”. 

Considerando que la llegada de esta batería iba ser inminente, el ejército carlista se preparó para adaptarse a las nuevas armas. Para ello Antonio Brea “escribió un ejercicio para el manejo de los Vavasseur por los voluntarios, gestionando con el General carlista Ollo se le entregase gente, ganado y monturas, pues los atalajes habían de llegar con las piezas”.

Sin embargo, los cañones Vavasseur, finalmente adquiridos con fondos de los legitimistas franceses, no pudieron ser desembarcados hasta prácticamente un año después, llegando al puerto de Bermeo el 9 de julio de 1874, en el primer gran alijo de cañones para el ejército carlista. 

Los Woolwich (Sistema Armstrong)

Continuaba Hans Albert escribiendo sobre los cañones Woolwich: “Los cañones Woolwich, fundidos en Inglaterra, están hechos de acero; tienen 7 centímetros de diámetro y se cargan por la boca. Su alcance supera los 4.000 metros y su disparo ofrece gran precisión. El ánima de estos cañones tiene tres franjas huecas y los proyectiles presentan aletas de cobre. Son ligeros y fáciles de maniobrar”. Es decir, acero de avancarga, ánima rayada con 3 franjas y proyectiles de aspecto similar a una granada de tetones, pero más estilizados.

Granada Amstrong de "9 libras".
Modificado de "wikipedia" y "musarqourense"
Si los Whitworth llegaron de la mano de Gutiérrez y los Vavasseur fueron un encargo del oficial de artillería Maestre, los Woolwich fueron una apuesta personal de D. Tirso Olazabal. Los contactos para su compra se realizaron durante la estancia de Tirso en Londres entretenido en el largo proceso judicial que siguió a la trama urdida por la embajada liberal en la city con el objetivo de evitar que armas compradas por los carlistas llegaran a su destino.

En aquel momento funcionaban en la Inglaterra industrial cuatro grandes y afamadas empresas que fundían cañones bajo distintos sistemas y siguiendo sus propios diseños y patentes de ingeniera: La London Ordnance Works, la Elswick Ordenance Company, la Whitworth Ordnance Company y el Royal Woolwich Arsenal.

La London Ordnance Works, situada en Southwark (Londres), quedaba bajo la dirección de Josiah Vavasseur, estrecho colaborador del también afamado, Alexander Bakely. Vavassuer había continuado con sus propios diseños añadiendo a su bagaje las patentes de Bakely que pasaba por penurias económicas.

En Manchester se encontraba la Whitworth Ordnance Company, cuyo director, Joseph Whitworth, estaba haciendo sombra al resto de competidores con su sistema de ánima hexagonal. Whitworth era especial adversario de la Elswick Ordenance Company, que, emplazada en Newcastle, pertenecía a William Armstrong.

Armstrong había patentado un cañón rayado de retrocarga que fue seleccionado como arma para el ejército británico en 1858. Tras entregar su patente al gobierno británico destinó su fábrica de Elswick a la construcción de armas para el imperio británico, y ante la gran demanda de producción, se encargó de actualizar el Royal Woolwich Arsenal para que también fundiera armas de su sistema. Sin embargo, tras fuertes presiones de otros competidores (especialmente de Whitworth), el gobierno británico rescindió en 1863 el contrato con Armstrong, pero mantuvo la producción de artillería sistema Armstrong, con mínimas variaciones, en la Royal Woolwich Arsenal.

Vaciada, por tanto, su fábrica de Elswick de los pedidos estatales, Armstrong se dedicó “a la fabricación como industria privada”, y citando a Joaquín La Llave, “desde entonces, ha procurado tener sistemas de artillería propios para la exportación a muchas naciones”. Este mismo autor reflejará en sus escritos que la “artillería de Woolwich, es como se acostumbra a llamar a la artillería inglesa fabricada en dicho arsenal”, pero concluye que “no hay diferencias esenciales entre las piezas de Armstrong y las de Woolwich”.

Tirso Olazabal, tuvo la tuvo la posibilidad de conocer en persona el Royal Woolwich Arsenal: “16 de febrero (de 1874)- He almorzado en casa de Smith y he conocido al viudo de una hija adoptiva de aquellos señores. El viudo es capitán de artillería y tiene gran empeño en enseñarme el arsenal de Woolwich, que es el mejor de Inglaterra. Le he dicho que iré a que me lo enseñe. Puede ser útil para nosotros la visita. […]”. Y 4 días después, D. Tirso comía con los oficiales de artillería “del arsenal y colegio. Hay más de 100 pero sólo a la mesa 80. […] Me enseñó el museo de artillería que es magnífico, luego vi las pruebas de los cañones, que me interesaron mucho, y el colegio en el que, por cierto, estudia a hora el príncipe imperial (hijo de Napoleón)”.

Aparentemente Olazabal quedó impresionado por los cañones “Woolwich” y pocas semanas después, tras la resolución positiva para los intereses carlistas de “el caso Palmer”, hizo valer sus contactos para iniciar inmediatamente la compra de este tipo de cañones. El retraso que había supuesto los meses de juicios, había impedido hacer llegar todo un imprescindible cargamento de armas al ejército carlista. Era, por tanto, necesario rehacer el alijo, adquirir un nuevo barco, preparar su salida y su llegada. Todo ello iba a precisar de un tiempo adicional, un tiempo del que carecía el ejército carlista desplegado campos de Somorrostro.

9-Libras "Woolwich" (sistema Armstrong). 
Modificado de "wikipedia"
Consciente Tirso de la penuria artillera con la que se estaban batiendo
en Somorrostro, escribirá en sus memorias: “Constaba a los jefes liberales., que nuestras fuerzas solo disponían de un cortísimo número de piezas de artillería, y esas de poco alcance. Fiados en ello, establecieron sus campamentos a corta distancia de las trincheras carlistas. ¿Qué sucedería, pensé yo, si de pronto un par de baterías de cañones de campaña rompieran el fuego contra esos campamentos? iQué alarma, que confusión produciría el inesperado ataque! Contando con parte de los fondos recibidos del Gobierno de Madrid, me resolví a intentarlo”.

La bibliografía consultada se torna especialmente confusa en este punto, pero sea como fuere, Tirso escribirá que consiguió “doce magníficos cañones Woolwich”. Sin embargo, teniendo en cuenta que la Royal Woolwich Arsenal pertenecía a la corona británica, es plausible el pensar que los contactos de Tirso le llevaron a tocar la puerta de William Armstrong en su fábrica privada de Elwisk; puerta del auténtico inductor y origen de la patente de los cañones que se construían en la Royal Woolwich Arsenal.

De hecho, tanto Joaquín La Llave, como Henry Knollys, coincidirán en definir a los Woolwich carlistas como “piezas Armstrong”. El primero de ellos los cita directamente como “batería de cañones Armstrong de 7 centímetros”. Por su parte Henry Knollys, en su visita al campo carlista contemplará “piezas de á 9 libras”, de las que “no se sorprendió al conocer que eran importaciones de Inglaterra”. De características prácticamente idénticas a las piezas Woolwich concluía que “muchos de sus oficiales de artillería (carlistas) viajan de vez en cuando a Inglaterra y están en constante comunicación con empresas privadas en Birmingham, con Sir William Armstrong y Sir Joseph Whitworth”.

Woolwich de Ida y Vuelta

Los Woolwich (Armstrong) adquiridos, sufrieron un auténtico periplo antes de recalar en el ejército carlista. Tras agilizar su compra, Tirso Olazabal quiso despacharlos con premura al frente de Somorrostro: “la Providencia puso en mi camino un oficial de la marina francesa que iba a dedicarse a la pesca de perlas en los mares de China. El barco que mandaba no tenía que alargar mucho su ruta para arrimarse a uno de los puertos del Golfo de Gascuña, y me decidí a proponer, al capitán, que embarcara nuestras doce piezas y me las entregara. en un punto de la costa que yo le señalaría. Le dije que estaba dispuesto a pagar seis mil francos a quien nos prestara ese servicio. El oficial aceptó mi proposición y convinimos en que el vapor iría directamente a San Juan de I.uz, guiándose al acercarse a a costa, por dos luces verdes que sirven a los barcos para enfilar la entrada de la bahía. Allí, a cierta distancia de la costa, aguardaría yo con las lanchas para recoger los cañones y desembarcarlos la noche siguiente en uno de los puertos que ocupábamos”.

El desembarco se esperaba un 22 de abril de 1874, prácticamente un mes después de la segunda gran batalla de Somorrostro, y un Tirso afectado en aquel momento por la muerte de un familiar cercano y con los nervios propios del desembarco, apenas pudo conciliar el sueño en una larga y desesperante espera: “El vapor no había venido al punto señalado. Cinco o seis noches seguidas recorrieron en vano los contrabandistas la línea indicada por mí al capitán”.

Puerto de Bermeo. Modificado de "Álbum 
Siglo XIX"
Tras días de silencio, Tirso recibió una carta del capitán del barco fechada en Gibraltar, donde le relataba que ante la sospecha de estar siendo vigilado prefirió no arriesgar y continuó viaje. Añadía que “había dejado los cañones en Gibraltar en poder de un comisionista cuyas señas” le mandaba.

Tirso dio orden para que fueran trasladados de nuevo a Inglaterra “y con harto dolor, vi así frustrada mi esperanza de presentarme en Somorrostro llevando aquellos cañones, cuyo emplazamiento hubiera podido ayudar tan eficazmente a los heroicos batallones que dormían en el fango de las trincheras”.

No hubo fortuna en aquel momento. Los cañones se retrasaron y la línea de Somorrostro acabó por sucumbir al empuje de las fuerzas liberales. Pero Olazabal no tardó en reorganizar todo el proceso de compra del material bélico, adquiriendo un vapor, el Notre-Dame de Fourviers, al que se rebautizó como London, llenando de nuevo sus bodegas, por segunda vez, con la ansiada artillería: un total de 27-28 cañones (según el autor) que incluía los Woolwich (Armstrong) retornados, baterías Vavasseur y Whitworth, así como un gran número de rifles y municiones.

Burlando la vigilancia marítima liberal el 8 de julio de 1874 se desembarcaron en el puerto vizcaíno de Bermeo: “Ya estaba el "N. D. de Fourvieres" entrando en el puerto. iQué recibimiento se le hizo! El pueblo entero lo aclamaba. A medida que iban desembarcando los cañones se fue cargando una fila interminable de carros que sin pérdida de momento, se puso en marcha hacia Durango. ¡Con qué entusiasmo aclamaban los pueblos aquel convoy! IQué repique de campanas! iQué vocerío! !Confieso que hallé en aquellos momentos amplia compensación de las amarguras que había pasado en Londres”, escribirá Tirso en sus memorias.

Los Plasencia

Continuando con el relato que Hans Albert realizaba para los lectores parisinos, se procedía a describir los cañones Plasencia: "El cañón de Plasencia es la pieza de montaña utilizada en el ejército español; todo el mundo ha oído hablar de ellos. Es un cañón corto y de retrocarga. El diámetro del ánima es de 8 centímetros. El sistema de cierre es cómodo y resistente. El peso de la pieza es demasiado elevado para una bestia de carga normal. Se requieren mulas seleccionadas para llevar los Plasencia. A pesar de este defecto, sigue siendo la mejor pieza de montaña en uso hasta el momento. Sabemos que en Francia se está estudiando una pieza de acero de montaña”.

Cañón de montaña Plasencia. Modificado de
"Amonio" y "Govantes"
Tras estas alabanzas, Hans comentaba que “Los carlistas solo tienen tres cañones Plasencia arrebatados a las tropas alfonsinas durante la retirada de Lacar”. La batalla de Lacar, ocurrida el 3 de febrero de 1875, supuso un importante varapalo para ejército liberal, donde un recientemente coronado rey Alfonso XII estuvo a punto de caer prisionero.

Según especificaba Brea, esta postrera victoria carlista supuso “la destrucción de una División y la pérdida, por parte de los liberales, de tres cañones sistema Plasencia, cuatro cureñas, muchas cajas de municiones de cañón y fusil, dos mil fusiles, la caja del Regimiento de Infantería de Asturias, un jefe, cinco oficiales y ochenta y dos individuos de tropa muertos (si bien Mendiry en su parte oficial y Pirala en su Historia Contemporánea hacen ascender a ochocientos el número de los muertos liberales); un Brigadier, cuatro jefes, veinte y cuatro oficiales y cuatrocientos diez y seis individuos de tropa entre heridos y contusos, trescientos prisioneros y cuatrocientos cincuenta y dos extraviados. Las bajas de los carlistas fueron, según partes oficiales, treinta muertos y doscientos heridos”. 

El Plasencia había supuesto una notable mejora para el arsenal artillero de las Españas. Desarrollado por el oficial Augusto Plasencia y Fariñas, el Plasencia “era de acero de la fábrica Krupp, de retrocarga, con 12 rayas y cierre de tornillo partido como el francés de Trefiillo de Beaulien, con cureña de chapa de hierro, en lo que se diferenciaba del de campaña que llevaba cureña de madera de doble mástil; el proyectil era también de mejores condiciones y notable la precisión del tiro, y el proyectil, desde que se adoptó la granada de doble pared, era de mucho mejor efecto explosivo que el del Whitworth. Esta artillería de montaña restableció otra vez la superioridad de la artillería del ejército sobre la carlista”.

Los Krupp

Seguirá Hans Albert con los cañones Krupp, de los que muy posiblemente había sufrido su furia durante la guerra fanco prusiana. Hans los despachará rápidamente: “Los cañones Krupp son demasiado conocidos como para mencionarlos aquí. Además, los carlistas solo tienen seis y prefieren los cañones ingleses del sistema de Woolwich”.

Krupp del ejército carlista del Norte.
Modificado del "Estandarte Real"
Posiblemente, los artilleros carlistas prefirieron cualquier cosa, a tener que hacer fuego con sus Krupp. A pesar de constituir la élite de los cañones del momento, sabemos gracias al oficial carlista Joaquín Llorens que los cañones “Krupp” que llegaron en octubre de 1874 a la costa de Guipúzcoa se encontraban en muy mal estado. Pese a la euforia desatada en la prensa carlista, Llorens no dudará en calificar la compra de el material con estas palabras: “Así resulto que las piezas Krupp eran viejísimas y cansadas de hacer fuego a los franceses. Sus cierres inútiles, pues solo los pudo hacer servir la fuerza de las circunstancias y la necesidad de aumentar la artillería, aun a costa de que los escapes de gases hicieran que estas piezas, que debían alcanzar a 5000 metros llegaran escasamente a los 2300. […] Los cañones se montaron Azpeitia y se formó una batería que se procuraba entrara en fuego los menos posible, pues los escarabajos que tenían en el tubo, lo estropeado de sus estrías y los pésimo de su cierre, hacia posible reventase”.

De hecho, La Llave, los identificará, en cierto modo, como “Krupp’s de segunda”, indicando que procedían de la fábrica de Bochum “la mejor fábrica de acero de Alemania, después de la Krupp” y que su sistema de cierre Kreiner “de doble cuña” era más antiguo que el que presentaban en aquel momento los Krupp.

Para finalizar este apartado descriptivo de los principales sistemas de artillería del ejército carlista, se incluye una tabla de resumen de datos técnicos que recopiló el ingeniero Joaquín de la Llave y García en 1898,

¿Una Ametralladora Carlista?

Termina Hans Albert este apartado de su relato, haciendo una pequeña referencia a los cañones de bronce carlistas de fabricación propia y aseverando que “no querían ametralladoras”.

Las ametralladoras se encontraban en pleno proceso de desarrollo y, mientras en la vieja Europa, su utilización y evolución seguía anclada en desfasados conceptos tácticos, en la Guerra de Secesión norteamericana se comprobaba que las Gatling iban a constituir un punto de inflexión en los campos de batalla.

Ametralladora Christophe-Montigny.
Modificado de "wikipedia"
Citando al experto Juan Calvo, en las Españas del XIX se había “adoptado la Christophe-Montigny, de 37 cañones, para cartuchos de 11 mm” en 1870, con el propósito de formar “seis baterías de seis ametralladoras”. Sin embargo, para el comienzo de la guerra carlista, se había creado una “única batería de cuatro ametralladoras, agregada al 1º Regimiento montado de artillería y organizada de una manera similar a la de los cañones, que no realizó servicios destacados”. No era para menos, ya que el empleo táctico de estas ametralladoras distaba de ser eficiente.

A pesar que el ingeniero carlista Guillermo Guillen referirá en una carta personal fechada el 21/02/1874 que "el otro día vi en Asua (cerca de Bilbao), una ametralladora", la bibliografía no identifica estas armas en las operaciones del Sitio de Bilbao.  Curiosamente, el historiador Pirala sí registró que el ejército carlista estuvo a punto de llegar a disponer de una ametralladora: Cargada en las bodegas del buque Malfilatre junto a varias baterías de cañones, 6000 fusiles Springfield y dos millones de cartuchos, esperaba en diciembre de 1873, zarpar con destino al ejército carlista. Pero barco y mercancía quedarían inmovilizados durante varios meses en los muelles de Newport, mientras se resolvía el ruidoso litigio del “caso Palmer”.

Finalmente, y tras pactar con el Secretario de la Embajada (liberal) de España en Londres, los carlistas perdían barco y cargamento a cambio de llenar sus bolsillos con más dinero que el que se había invertido en ellos. Tirso Olazabal dejará registrado en sus memorias el famoso pacto que tantos réditos aportó: "Don José Argaiz, primer Secretario de la Embajada de España en Londres autorizado por Don Práxedes Mateo Sagasta, Presidente del Consejo de Ministros, compra a Don Tirso de Olazábal el armamento existente en New Port por la cantidad de 400.000 francos pagaderos en la forma siguiente: 100.000 al firmarse este contrato y 100.000 en cada uno de los meses siguientes hasta el completo pago”.

No hubo interés en reponer la pérdida de la ametralladora por parte de los agentes carlistas. Si hubiera sido una Gatling,... . 

Un Continuará

Hans Albert seguirá desgranando de forma pormenoriza otros aspectos del Cuerpo de Artillería del Ejército Carlista del Norte, aportando información sobre la organización del Cuerpo, la Maestranza de Azpeitia, la Academia de artillería, su oficialidad,... pero lo dejaremos para una 2º parte de "¡Artillería al Frente!".

“¡Que triste es la guerra! Se tratan los hombres como cosas y con la mayor tranquilidad se está pensando cómo se puede matar más y más pronto”
(Guillermo J. Guillen, Ingeniero del Ejército Carlista del Norte en carta personal a su familia desde el valle de Arratia el 31/12/1873)

Agradecimientos: A Víctor Sierra-Sesúmaga por facilitar sus fondos de archivo para la confección de esta entrada. A un compañero de Estados Unidos que me puso tras la pista del artículo de Hans Albert.

Nota del Autor: En relación con piezas de "a 4" de procedencia francesa, he seguido las especificaciones técnicas y equivalencias de Joaquín La Llave y García, ingeniero militar, que en su libro "Lecciones de Artillería" de 1898. En el segundo volumen específica que en el comienzo de la Guerra Franco Prusiana, "La designación de los calibres venía á ser la misma que con las piezas lisas, pero los números expresaban ahora peso en kilógramos del proyectil ojival, mientras que antes eran libras de la bala esférica. Así, el cañón de á 4 disparaba antes bala redonda de 4 libras y ahora granada oblonga de poco más de 4 kilógramos".